La escatología de la fe
Hace 50 años, en un pequeño pueblo de Navarra, nació la cuarta hija de una humilde familia de agricultores. A pesar de la holgada experiencia de la madre en el arte de dar a luz hijas, el nacimiento de la niña fue un trabajo arduo y lleno de incertidumbre. Tras varias horas de parto, finalmente la tímida criatura dio su primera bocanada de vida en forma de llanto. Su madre, al verla, no pudo reprimir una sonrisa perlada de lágrimas de felicidad, dolor y alivio al escuchar el canto que le brindaba su hija. La estrechó entre sus brazos, miró a su marido y dijo:
— Se llamará...Fe.
A lo que poco tiempo después respondió el administrador de turno en el registro civil:
— Querrá decir Felisa ¿no?
— Fe — repitió la madre, con la ingenua esperanza de que, efectivamente, el buen hombre no le hubiera escuchado bien.
— Fe no se puede poner — repitió intransigentemente el hombre — Si lo desea puede llamarse Felisa.
Dos conclusiones se pueden obtener de este pequeño relato del nacimiento de mi tía Felisa. Que la Fe es una palabra tan escueta como especial, y que el registrador que tuvieron el placer de conocer mis abuelos era bastante hijo de puta (Sobre todo teniendo en cuenta la existencia de gente con nombres tan rocambolescos como Batman, Daenerys e incluso Julián) A pesar de lo que pueda interpretar el lector al leer el título del siguiente intento de ensayo, éste no va a versar sobre las deposiciones de mi tía (ya habrá tiempo para ahondar en temas de dicho menester); sino que será un breve barrido de las distintas interpretaciones de la Fe que ha tenido el autor a lo largo de su escueta vida. La primera vez que oí hablar de la Fe, igual que la mayoría de niños españoles, fue de la mano de la palabra Dios. Con aquella edad la existencia de Dios era algo que no me cuestionaba, como tampoco me cuestionaba un ratón mágico que intercambiaba dientes por monedas o por qué el rey mago negro era sospechosamente caucásico escondido bajo una manita de pintura. En el colegio estudiábamos religión igual que se dábamos matemáticas o lengua. Dios estaba ahí, y la gente tenía Fe en Él, punto.
Con el tiempo, mis amigas las hormonas comenzaron a dejarme regalos en la puerta; puntos negros; aterciopelados bigotes y una nariz digna de mis antepasados. La adolescencia había llegado y con ella un ego a la altura de pocos. Con el paso de los años cayeron personajes míticos como Santa Claus, Dumbledore y Gandalf, y sin tan grandes barbas habían caído ¿cómo no iba a caer el padre de todas las barbas?
Fue ahí cuando la prepotencia y el individua lismo característico de un hombre a medio hacer tomó las riendas y pensó: “¿La Fe? La Fe es una mentira, una debilidad y algo propio de personas cortos de entenderás.” Qué bien sentaba sentirse superior a los demás. ¿Cómo iba a existir alguien más sabio que un chaval de 14 años? Sin embargo, incluso un pobre infeliz como yo podía dilucidar ciertas ventajas en la Fe. La Fe era un gran salvavidas en un océano de preguntas sin respuestas e indudablemente aportaba más tranquilidad que no creer en nada.
En este momento fue cuando se me ocurrió una analogía que encapsulaba tanto las debilidades como las fortalezas que aportaba la Fe, lo llamaremos “La analogía del escalador”. Esta representación consta de tres elementos metafóricos: nosotros como escaladores; la vida como pared a escalar y a la Fe en forma de arnés de seguridad.
La vida es una enorme pared vertical cuyo final apenas somos capaces de vislumbrar y nosotros, los escaladores, tenemos como objetivo coronarla. Desde que somos niños trepamos la pared, consiguiendo una visión más completa del mundo a medida que conquistamos etapas. Sin embargo, la vida no es fácil y hay momento donde nuestro apoyo se tambalea, momentos duros donde nuestras manos no parecen capaces de mantenerse aferradas a la vida. Es en estos momentos donde la Fe marca la diferencia. Un hombre creyente tendrá la Fe sujetándole cuando todo lo demás falle, mientras que su compañero de escalada agnóstico se despeñará sin remedio. Cada vez que cae, tendrá que volver a empezar el ascenso. Con cada caída su cuerpo se hará más duro y con cada subida sus músculos más fuertes. El valor de la Fe en la vida es incuestionable y que su portador puede alcanzar la misma cota que el escalador agnóstico con mucho menos trabajo evidente. Sin embargo, el camino de la Fe, aunque conveniente, no está exento de riesgos. A medida que subimos, la vista se vuelve tan hermosa como su caída peligrosa. El agnóstico caerá muchas veces, pero su cuerpo, entrenado para aguantar caídas cada vez más duras, prevalecerá. Sus manos, como han hecho en incontables ocasiones, le ayudarán a recuperar su posición. El creyente, por el contrario, ha subido demasiado alto como para depender de sí mismo. Si el arnés falla. Si su Fe se tambalea. Puede no recuperarse de la caída.
No es de sorprender que el autor en su adolescencia prefiriese verse retratado como un atlético y calloso escalador capaz de alcanzar cualquier obje- tivo con la fuerza del trabajo. Tampoco lo es que dibujase a su antagonista piadoso como un escalador rollizo, de manos suaves, incapaz de sobrevivir si no es con la ayuda externa de Dios. Qué nítido se ve todo con la mirada que te da el paso del tiempo. Esta metáfora me satisfizo lo suficiente como para aparcar el tema una temporada y, ya de paso, aleccionar a todo pobre infeliz que se cruzase en mi camino. No fue hasta bachillerato que mi seductora analogía comenzó a resquebrajarse gracias a la inestimable ayuda de una de las asignaturas más importantes y desdeñadas que se recuerdan. La historia de la filosofía trajo consigo una estampida de pensadores dispuestos a pisotear mi achatada visión del mundo y la tarea de refrescar mi visión de la Fe corrió a cargo de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino.
Los platónicos y aristotélicos intentos de Agustín y Tomás por introducirme en la Fe cristiana no llegaron a buen puerto, sin embargo, sí me permitieron actualizar mi visión sobre la misma. Llegué a la conclusión de que la Fe no podía mirarse a través de las lentes de la razón, y yo, como abanderado de la ciencia, llevaba siempre las lentillas puestas. Esto cambiaba radicalmente la forma de afrontar el problema ¿Hasta qué punto es posible entender algo que no pertenece al entramado de la razón?
En este momento alcancé una nueva revelación. La Fe es una decisión. Todos los esquemas religiosos y teológicos encajan perfectamente bajo la piedra angular de la Fe, y ésta se obtiene solo si así se decide. Esta revelación nos lleva a la analogía que da nombre a este escrito, “La analogía de la deposición perfecta”.
La deposición perfecta es aquella que no requiere de ninguna limpieza posterior. Es más, la deposición perfecta es tan perfecta que ni siquiera requiere de una primera pasada para comprobar su estado de limpieza. Igual que Moisés se quedó a las puertas del paraíso por golpear dos veces con su bastón para conseguir agua; también quedaría a las puertas de una deposición perfecta si, la falta de Fe, le hiciese contemplar un papel en blanco tras intentar limpiar lo que nunca se ensució.
Por tanto, la deposición perfecta no está determinada realmente por lo perfecta que ha sido la deposición, sino por el hecho de limpiarnos o no. De la misma forma, Dios existe solo si tenemos Fe en Él.
A pesar de lo vulgar de la analogía, esta arroja cierta luz sobre la esencia de la Fe. Una vez que, tanto la deposición perfecta como la Fe, han sido definidas como una decisión; la siguiente pregunta aparece por si sola: ¿Qué nos lleva a tomar esa decisión?
Aunque esté en nuestra mano obtener o no el ansiado premio de alardear sobre nuestras más íntimas hazañas, la deposición perfecta no parece una decisión arbitraria. Para que en este texto no haya más escatología que Fe, dejémoslo con que no todos los días parecen un buen día para tener una deposición perfecta. La deposición perfecta es una decisión sí, pero estaréis de acuerdo conmigo en que es una decisión informada, basada en sensaciones físicas. Esto nos lleva a la última revelación.
Igual que en el símil anterior, la Fe es una decisión movida por una sensación, solo que en este caso la sensación escapa de los límites de lo físico. La sensación que nos conduce a la Fe no está fundamentada en la lógica y tampoco es producida por un elemento físico externo. Descartando los efectos causados por una enfermedad mental, solo existe un elemento que cumpla tan específicos requisitos. El amor.
Podremos encontrar infinidad de virtudes en una persona y nunca enamorarnos de ella. El amor es algo ilógico, no basado en hechos y absolutamente maravilloso. La llamada de la Fe debe ser algo parecido y precisamente por eso es tan difícil de describir. El amor. La Fe. Son un regalo. Depende de nosotros decidir qué hacer con él.
Entonces ¿En qué quedamos? ¿La Fe es una decisión o un regalo? Ambas. El camino de la Fe es una decisión movida por breves momentos de Fe en algo superior. Somos nosotros los que debemos decidir si caminar hacia una luz que parpadea de forma distante. Una luz que en los momentos más oscuros te plantearás si llegó a lucir realmente alguna vez.
Con el amor ocurre algo parecido. El amor es algo bello y puro, pero el amor hacia una persona es también un trabajo. Como oí una vez: “Querer a alguien es levantarse cada mañana con la voluntad de quererle un día más”.
Ahora que hemos separado la sensación de la Fe de la decisión de recorrer el camino homónimo, comienzo a darme cuenta de que mis antiguos problemas con la Fe se debían a un mal uso de esta.
Mucha gente sigue una religión por la comodidad y recompensa que produce el sentimiento de pertenencia. Este fenómeno es similar al que produce el nacionalismo, un equipo de fútbol o el movimiento Hippie. Esto no es intrínsecamente malo, pero si lo único que nos llama a recorrer el arduo camino de la Fe es el sentimiento de pertenencia, estaremos recorriendo el camino equivocado. Algo similar ocurre en el amor. No son pocas las parejas que están juntas exclusivamente por la conveniencia económica, social y sexual que produce estar en pareja; sin existir un vínculo emocional que los mantenga unidos. Seguir el camino de la Fe cristiana sin haber sentido un empujón que te ayude con el primer paso, es como acceder a un matrimonio solo para desgravar en la declaración de la renta. A lo largo de mi vida he conocido a gente cuya Fe he admirado y gente cuya fe no era más que una costumbre. La Fe, como el amor, es algo personal. Pueden escribirte poemas sobre él, pero nunca será ni una sombra de lo que es sentirlo.
Espero algún día sentir ese amor infinito que puede llegar a ser la Fe. Mientras tanto me dedicaré a creas nuevas estrafalarias analogías y a actualizar algunas viejas. Quién sabe. Puede que la Fe nunca fuese el arnés del escalador. Puede que se tratase del motivo por el que subir la pared.
Sueños en la vigilia
Sus pies se detienen ante la brecha del desierto. En el aire, aullidos de metal.
Cortando el mar de dunas, un valle de hierro serpentea entre cascadas de arena que, sin prisa, lo sepultan hacia un descanso eterno. En los confines del universo, una cicatriz errante, un tragaluz de misterios olvidados, el desguace de imperios caídos o simplemente un rio de chatarra oxidada. Dunas verticales siegan el aire soltando nubarrones que van a perderse allí, en la jungla de metal. Algunos, antes de ser tragados por los agujeros de los reactores, llegan a acariciar el fuselaje de las naves varadas ensombreciendo tras su paso los nombres de los monarcas que las capitaneaban. Y entre todo, los aullidos de metal. Robots destartalados a la intemperie, reclamando con gritos programados la llegada de la elegida.
Musa, encapuchada, inmóvil en lo más alto del valle. Sus ojos recorren las crestas de las dunas. En el horizonte, una plancha de luz; todas las estre- llas conocidas y por conocer. En sus dedos, la llave para encender al Ballenero.
Un robot la ve, un robot sueña.
Que icen las velas y engrasen los remos, sólo queda la elegida por embarcar. Atentos a las islas de cristal. Afilen sus armas si es necesario, por mucho oxido que nos cubra, el brillo es cosa nuestra, de los hijos del metal. El viento y las olas de hojalata baten los costados de la nave, la tripulación lanza los dados al aire, cañones de probabilidad, unos correrán por la cubierta, otros irán a perderse al mar, circuitos con chispas líquidas barajan futuros de seis costados, procesadores en llamas por ver al uno y al seis clavarse en las islas de cristal, el totalitarismo es un arma afilada, los extremos numéricos son mal asunto para el barco, el hierro necesita de algo dúctil como un dos o un tres, los dados caen y por la borda rebotan dos cuatros.
Pero Musa sigue parada ante el valle, ajena a los desvaríos de los fusibles sobrecargados. Un último alarido de megáfono escacharrado corre río abajo, una última suplica para encender al Ballenero. Porque sin Ballenero no hay barco y sin barco no hay trilero con el que apostar historias aun sin contar. El universo acostado a un lado del cielo. El corazón del Ballenero, una caldera de tinta moldeando la realidad. La llave descansa en la mano de Musa, pero esta la zarandea tranquilamente, como deleitándose ante el lento proceder de las lenguas de arena tragándose un tiempo que parece no avanzar.
De Miguel Ángel a la Roca
Entre la oscuridad y el silencio de la sala, un rayo de luz transporta tremendo par de pectorales. El haz choca contra la pantalla y una mole de músculos, coronada por un cacahuete sonriente, me obnubila en un mundo de fantasía durante dos horas de one liners. Dawyne Johnson, siempre vestido igual, salva al mundo lo mismo de un terrorista que de un terremoto. Y si sale Dawyne Johnson, ahí voy a estar yo. Porque “La Roca” es el máximo exponente del cine comercial de hoy, y el cine comercial es, tal vez, el cine más cine que puede haber.
El arte, de un modo u otro, siempre ha querido alcanzar el público más grande posible. Ya fuese como herramienta educativa o decorativa, las obras pictóricas han tenido una relevancia esencial en el desarrollo de la civilización occidental. Los egipcios sintetizabas las formas para transmitir su historia y mensaje de la manera más efectiva y esquemática posible. De una manera similar lo hizo el arte bizantino y románico, cuya función didáctica estaba por encima de las proporciones y la composición.
El renacimiento introduce el concepto de genio. Hombres tocados por la gracia divina para deleitarnos con sus creaciones. Artesanos con el poder de negarle una pieza al mismísimo Papa de Roma. Leonardo, Rafael, Miguel Ángel... nombres propios que se despegan de su trabajo, dotando de valor a una obra por el mero hecho de haber sido creada por ellos.
El cine ha vivido una trayectoria similar a la pintura, pero en un tiempo muchísimo más corto. Hay nombres famosos en el cine de Hollywood de los años 30 y 40, desde luego, pero son nombres integrados en un conjunto. John Ford, Frank Capra, Howard Hawks... Directores cuyo sello se hacía patente en la pantalla, pero integrados en un sistema en el que el estudio era la auténtica marca detrás del filme. Las películas como producto artesano para entretener al ciudadano medio. Años después, con la Nouvelle Bague en Francia, el Free Cinema en Reino Unido y el New Hollywood en Estados Unidos, surge la figura del autor. El director total que imprime a su película de todo su ser, haciendo del proceso artesanal su pincel particular.
Esta nueva corriente de cineastas comienza la fractura entre el cine de autor y el de entretenimiento, el comercial.
El surgimiento del cine de autor va de la mano del abaratamiento de costes a la hora de rodar y montar una película, haciendo innecesario el músculo financiero de una gran productora para producir un largometraje. Esta apertura a pequeñas producciones enriqueció los temas tratados en las películas, permitiendo la entrada de colectivos, entornos y personajes que habría sido impensable ver en el Hollywood clásico. Estos movimientos también se revelaron frente al acomodamiento de las películas en tópicos explotadísimos. El cine, arte colaborativo por excelencia, se abrió a las inquietudes de un solo autor. Las generalizaciones diseñadas para asegurar un resultado en taquilla se quedaron de lado en estas producciones que profundizaban en la psique de un presunto genio.
Miguel Ángel era una super estrella y sus obras de arte son comparables en relevancia a los mayores taquillazos del momento. Los temas de sus piezas también residían en el mainstream artístico del momento. La iglesia lo abarcaba todo y, aunque le diese su propio toque, algunas de las pinturas y esculturas más importantes de este referente son puramente religiosas. Es decir, que el genio era genio por saber tratar con maestría los temas que atraerían a las masas al encuentro del arte.
En el cine actual existe una distinción generalizada entre el arte y el espectáculo. Los largometrajes que triunfan en festivales no suelen coincidir con los que llevan al gran público en las salas. Los vengadores no ganan Cannes, pero destrozan récords de recaudación. Paolo Sorrentino nos roba el corazón, pero la sala grande del cine está reservada para un Blockbuster...
Para hablar de cine comercial mencionamos películas, sagas o incluso productoras. Para hablar del cine de autor mencionamos, precisamente, a su autor.
Y no es que los hermanos Russo, directores de Endgame e Infinity War entre otras, hayan tenido una tarea fácil por tener un enorme presupuesto a su alcance. Imagine por un momento tener que manejar un equipo con cientos de integrantes, entre los que se encuentran algunos de los egos más gran- des de Hollywood. A parte de eso, gestione la confluencia de múltiples tramas y desarrollos de personajes que llevan varias películas cocinándose. Consiga dotar a la obra de unicidad, para ser disfrutable en sí misma, sin parecer un capítulo de una serie. Contente a todos los miles de millones de fans que esperan con ansia su película como un madridista la fiesta de Cibeles. Ah, e intente no morir en el proceso.
Esta tarea, titánica, me parece tan admirable y respetable como lograr plasmar las sensaciones del ser humano, los conflictos internos de un enamorado o la tan trillada historia autobiográfica de la infancia del autor. Me podrán decir que son pocas las películas de gran presupuesto que consiguen estos resultados, pero yo argumentaría que son igual de pocas las de bajo presupuesto que lo logran. Solo que, por su naturaleza, llegan hasta nosotros un mayor número de las de alto presupuesto que las de bajo. Es posible que el porcentaje de películas malas que existen sea mucho mayor en el cine de autor, pero como solo salen a la superficie las joyas que destacan, nos engaña su percepción. Sin embargo no tengo datos para sustentar esta afirmación ni para definir qué es el cine malo. No es posible predecir el éxito que tendrá una película, al menos de momento, por lo que la apuesta de conectar con el público a la que se arriesgan grandes y pequeños es la misma.
Detesto cualquier tipo de superioridad moral, pero especialmente la del cinéfilo. Soy el primero que disfruta de las restauraciones de películas mudas polacas proyectadas en la filmoteca, pero también saco mis entradas para los estrenos de superhéroes con semanas de antelación. No tiene por qué existir un desprecio sistematizado al cine que le gusta a la gente simplemente porque le guste a la gente. Porque, si el cine se hace con corazón, cualquier presupuesto resultará en una auténtica película, da igual si es arte y ensayo o cohetes y explosiones. Espero que el siguiente paso importante en la historia del cine sea el que junte ambos mundos, el que consiga satisfacer las inquietudes más personales usando las formas más escapistas. El que ponga a Dawyne Johnson salvando al mundo del desinterés, y la desidia. La Roca entreteniendo y abriendo el alma del guionista delante de todo el público. Este último también tiene trabajo que hacer aún, exigiendo a los estudios el cine que quiere ver, no tragándose todo lo que los estudios creen que quiere ver.... aunque eso es un tema para otro día. Volviendo a las películas más comerciales y su mala recepción entre la cinefilia, diré que los mensajes y la manera de transmitirlos que este tiene deben ser criticados. Los valores que transmiten los personajes y la manera de contar la historia deben ser analizados. Pero, si alguien disfruta de una película, está en su derecho más absoluto de ser feliz con su decisión, y una crítica al criterio del fan para engordar nuestro ego de culturetas no es más que una llamada de atención. Tal vez incluso sea un reclamo lleno de envidia por haber perdido nosotros la capacidad de disfrutar de una película, como lo hacíamos al principio de nuestro fanatismo. Tal vez hayamos visto muchas películas y por eso nos cuesta encontrar una que nos guste. Pero hoy en día cualquier persona ha visto muchas películas. Tal vez es que nos centramos en un cine en particular, más por miedo a ser comparados con cualquier aficionado, que por auténtico disfrute. Tal vez nos estemos convirtiendo en el Grinch de nuestra propia pasión. Tal vez todo sea pedantería y sobre pensamiento de una evasión vacía. Tal vez el buen cine no tenga que ser nada más que lo que a cada uno le haga feliz.
Zoo Ilógicos
Los parques zoológicos no son un invento moderno, los egipcios ya los tenían, en el 1501 a.C Ramses II exhibía hasta jirafas. Después fueron los chinos y los asirios. Los primeros zoológicos europeos fueron griegos y romanos, servían en parte como áreas de estudio y en parte como anexos del circo. Hasta la época victoriana cumplieron dos funciones: permitir el estudio más cercano de los animales y proporcionar un espectáculo a los visitantes. Por desgracia los parques fueron pasando a ser, en primer lugar centros de diversión y en mucha menor medida, centros de investigación.
Actualmente la gente sigue yendo con esta actitud a visitarlos, aunque es verdad que está aumentando el interés del público por el comportamiento animal y la ecología. Antes los zoológicos capturaban animales de la naturaleza para sustituir a los que se les morían sin que eso pareciese mal, “había de sobra en el lugar de origen”, ahora mismo en el lugar de origen muchas veces ya no hay.
El 19 de Marzo de 2018 murió Sudán, el último rinoceronte blanco del norte macho que existía en la reserva de Ol Pejet, en Kenia. Solo quedan otros dos rinocerontes blancos del norte, y son las dos hembras. Y así, hay más de diez casos de especies extintas solo en este último siglo, que aunque se tenían ejemplares en cautividad, al no haber proyectos de cría o haberlos pero ya tarde, no hemos podido impedir que desaparezcan.
En los libros rojos de la Unión Internacional para la conservación de la Naturaleza, se recogen las especies en peligro de extinción que se conocen y cada año son más largos. Se sabe que hay un total de 38.543 especies de plantas y de animales que presentan un alto riesgo de extinción en un futuro cercano, y en casi todos los casos consecuencia de las múltiples actividades realizadas por el hombre. En la Lista Roja de 2021 figuran: el 14% de todas las aves, el 26% de todos los mamíferos, el 28% de todos los crustáceos, el 33% de todos los corales, el 34% de todos los reptiles, el 37% de todos los condrictios ( tiburones y mantarrayas), el 41 % de todos los anfibios y el 64% de todas las plantas cícadas(1)
Hablar de conservación no significa simplemente alegrarse porque el oso panda ya no esté en peligro o que haya programas para salvar a los koalas, que también, sino de mantener con vida con vida todo lo que hay en el planeta, el ser humano incluido. En las últimas décadas se han extinguido varias tribus indígenas y hay más que están en proceso de desaparecer. Si seguimos así la situación va a ser insostenible e irreversible, como ya ocurre en algunos ecosistemas.
Pero no todo son malas noticias, los zoológicos cumplen una función muy importante cuando son bien llevados y realizan proyectos de conservación, un ejemplo muy claro del éxito que se puede conseguir es el del ciervo del Padre David. Actualmente hay en el mundo 8.000 cabezas, una especie sumamente rara, nativa de China y que se consider única en su género. Estaba considerado en China un animal casi mítico y así es descrito en la novela Fengshen Yanji (封神演義 , “La creación de los Dioses” en español) del siglo XVI, que narra hechos presuntamente ocurridos hace casi 3.000 años.
Fue visto por primera vez para el mundo occidental en 1865 por el misionero y naturalista francés Armand David. Asomándose un día a los muros del jardín imperial vio a esta especie y, pensando que era distinta a cualquiera que conociese, consiguió de los guardas restos para llevarlas al Museo Nacional de Historia Natural de París y realizar la primera descripción de la especie. Se cree que eran unos animales que ya de por sí no ocupaba un gran territorio, los emperadores chinos, muy aficionados a la caza metieron un rebaño en sus jardines privados y allí estuvieron durante decenios desapareciendo en la naturaleza.
Después de largas discusiones diplomáticas el emperador chino donó varias parejas al embajador francés y se reprodujeron con facilidad alcanzando la cifra de 24 ejemplares. Poco después de esto la manada china fue casi destruida cuando las inundaciones de 1895 acabaron con los muros de la reserva imperial. Finalmente durante la Rebelión de los Boxers, se cazaron los restantes acabando con la manada.
El oso panda acaba de descender a estado vulnerable, saliendo así del peligro en extinción en el que se encontraba, también gracias a proyectos de conservación bien hechos. Pero además de un oso grande y bobalicón que le gusta a todo el mundo, hay miles de especies de mamíferos, anfibios, etc. que necesitan desesperadamente ayuda, y aquí es donde los zoológicos tendrían que hacer más. Aunque parezca mentira no son muchos los zoológicos que cuentan con programas de conservación reales. En parte es normal, no hay beneficio económico, no hay que olvidar que los zoológicos son casi todos empresas privadas. No hay tampoco ayudas gubernamentales importantes y no hay una formación aún suficiente como para que la gente que no se dedica a estos temas conozca y se interesa por los problemas de los animales. No es obviamente esto culpa de la población, son los zoológicos los que deberían tener como uno de sus pilares la educación ambiental, pues se consiguen muchos resultados cuando hay implicación.
Gerald Durrell, un conservacionista inglés, fundó en 1964 la Durrell Wildlife Conservation Trust en Jersey, un zoológico exclusivamente para especies en peligro de extinción. Con varios proyectos de futuro, actualmente son seis las especies que iban a extinguirse sin remedio y que la fundación ha salvado. Pero es un trabajo que lleva mucho tiempo, una especie no se recupera en cinco años, en cincuenta puede ser que se reintroduzca en su hábitat, sin contar con que deben prosperara en una naturaleza cada vez más mermada.
Es por todo esto por lo que Durrell tenía claros los pilares de los zoológicos: el objetivo principal de un zoológico debe ser actuar como reserva de especies en peligro de extinción que necesitan de la cría en cautividad para poder sobrevivir. El secundarios es educar a la población sobre la fauna salvaje y la historia natural, así como educar sobre los hábitos de los animales. Los zoológicos no deben gestionarse tan solo con propósitos de entretenimiento, y las especies no amenazadas deben ser reintroducidas en su hábitat natural. Un animal solo debe estar en un zoológico como último recurso, cuando todos los esfuerzos para salvarlo en su en torno hayan fallado.
Recuerden que los animales y las plantas no tienen a nadie que hable en su nombre salvo nosotros, los seres humanos, que compartimos el mundo con ellos pero no somos sus dueños. - Gerald Durrell