Cubierta del número

Índice

Gaviotas, arrugas y latas de conserva

Estando en segundo de carrera, me enteré de la existencia de un centro de recuperación de fauna salvaje en Madrid. Por supuesto me metí de voluntaria al hospital del centro, no solo es la conservación lo que me llevó a estudiar veterinaria sino que además me contaron que te enseñaban a sacar sangre la primera semana, no creo que haya nada que haga tan feliz a un estudiante de veterinaria como la certeza de que, por fin, va a pinchar. Al empezar allí a finales de Septiembre los primeros casos que vi, fueron gaviotas que ingresaban débiles, con diarreas, muy delgadas y que, en muchas ocasiones, no movían las patas. El diagnóstico: intoxicación por toxina botulínica.

Esta neurotoxina la elabora la bacteria Clostridium botulinum la cual está ampliamente distribuida en el subsuelo y aguas, especialmente las no tratadas, haciendo a prácticamente todos los alimentos susceptibles de estar contaminados. Las gaviotas ingieren la toxina cuando van a las orillas de las zonas húmedas como pantanos a buscar alimento. La encuentran en los propios sedimentos, en cadáveres de otros animales intoxicados y en pequeños invertebrados como larvas de mosca. La toxina actúa en el sistema nervioso produciendo una parálisis flácida muscular que empieza por las extremidades posteriores y va subiendo por el cuerpo hasta que la parálisis de los músculos respiratorios o del corazón acaba por matar al animal. Por suerte si se pilla a tiempo se puede tratar y en el hospital muchos casos acaban bien, aunque es la causante de un gran número de muertes al año, principalmente de aves acuáticas.

Pero no solo afecta a los pájaros, esta toxina de la cual se conocen 8 subtipos es una de las sustancias más tóxicas conocidas. Tanto que está prohibida explícitamente en los tratados contra las armas químicas y bacteriológicas y, cuando en 2014 se descubrió el octavo subtipo (1), que es el más letal conocido, se prohibió la divulgación de su secuencia genética para que no se pueda usar en ataques bioterroristas. Y la podemos tener todos en casa.

Gracias a las altas medidas de seguridad e higiene por las que pasan los alimentos antes de llegar a nuestras cocinas, no es una enfermedad común (se dan unos 1.000 casos anuales en el mundo). Son los ambientes sin oxígeno y poco ácidos donde prolifera si hay fallos en la preparación y no eliminamos a la bacteria. Por lo que si estás pensando en hacer tus propias conservas o alimentos fermentados, o tienes una lata en la despensa que se ha abombado sospechosamente, la lata tírala y las conservas piénsalo mucho antes de hacerlas, porque son sus ambientes predilectos.

Pero que tendrán que ver las arrugas con una toxina que puede matar gaviotas y personas.

A principios de los años 70 Alan Scott, un oftalmólogo estadounidense, descubrió que usando una pequeña cantidad purificada de toxina botulíni- ca tipo A, podía tratar el estrabismo de algunos pacientes. Fundó una empresa y en 1989, tras el visto bueno de la FDA, cambió el nombre de la toxina al conocidísimo “Bótox”. Fue en esos años durante los que ya estaba extendiéndose su uso cuando la doctora Jean Carruthers observó que además de tratar la patología ocular para la que estaba usando bótox, en la cara del paciente habían desaparecido las arrugas.

Recordemos que la toxina paraliza los músculos, si sus pacientes no podían mover ciertos músculos de la cara que al contraerse generan arrugas, estas desaparecerían. Y así es como desde el 2002 usamos una de las toxinas más letales que conocemos para, irónicamente, tratar las patas de gallo.

Una metáfora controvertida que da pie a una disputa platónica de dos partes que es posible que sean bastante ignorantes

Los seres humanos somos unos animales especiales. El principal elemento diferenciador con respecto a otras especies es la capacidad de asociación. Cuanto más grande es un grupo, mayor es su fortaleza. Las debilidades de un individuo se ven suplidas por las virtudes de otro. Hemos tejido una red relacional tan fuerte que nuestro sustento está prácticamente garantizado. Para poder seguir llevando esta vida acomodada, solo tenemos que cumplir nuestra función y ser una pieza de la maquinaria monolítica que constituye la sociedad. Sin embargo, alguien tiene que revisar que este mecanismo funciona correctamente, reemplazar o reparar piezas que no funcionen e idear cambios estructurales para mejorar su eficiencia. Estos son los gobernantes.

(Pero si los gobernantes están fuera del mecanismo que somos los humanos, significa que no están en la sociedad, que son otra cosa. ¿Acaso no son personas nuestros políticos? Hay políticos muy guapos, ¿ay, es posible el amor entre especies? Dime que sí.) En España tenemos libertad ideológica. Nadie puede ser juzgado por sus pensamientos, ideas o sentimientos. El amor no es una excepción. No es ilegal estar prendado de un elemento del mobiliario urbano como puede ser una farola; de la oveja que de leche, lana y mantequilla para la semana o de una persona que usa jerseys de pico. Todo moralmente reprochable, pero totalmente legal. Así que, tranquilidad. Podrías enamorarte de ese político guapo. Aunque veo difícil que te corresponda, jejejejejejejejejejejeje. (Qué te costaba decirme que sí... si ya sé que no se va a enamorar de mí, que soy unas simples acotaciones en prosa, ¡pero déjame soñar! Y contéstame. ¿Los políticos entonces no son personas?) No es del todo acertado decir que ALGUIEN supervisa la maquinaria, pues los gobernantes efectivamente son personas. No son diferentes. Así que podríamos pensar que hay partes del sistema cuya función es controlar el correcto funcionamiento del mismo. (Máquinas que vigilan máquinas. Suena aterrador.) Este patrón de comportamiento no es tan raro.

Todos los seres vivos que tienen una mínima organización social establecen jerarquías. Abejas reinas y obreras. (Entonces estás diciendo que hay algunos humanos que han nacido para gobernar y otros que no. ¿Quién eres, Platón?) Platón hablaba de su ideal de modo de gobierno. Para él, la aristocracia era el gobierno de los mejores. Y todos queremos que aquellos que legislan sean los más justos, los más listos y los más ecuánimes. (Dices que el buen líder nace, no se hace. Volviendo a la metáfora del mecanismo, ningún engranaje ramplón podrá llegar nunca a ser sensor, ni CPU.) Todos los seres humanos tenemos cierto grado de sentido de la justicia, inteligencia y ecuanimidad. Así que todos estamos capacitados para ejercer labores de gobierno, pero si los sillones no los ocupan los mejores, estaremos en una situación distinta de la óptima.

(¡Supremacista!) Todo esto en una situación ideal, pero no seremos nunca capaces de conseguirlo. Hay muchas variabilidades y los mejores se quedan por el camino. (¿Y quién determina quién es el mejor? ¿Lo haces tú con toda tu polla?) También sería un ideal. Y te paso ese improperio porque me estás ayudando a encontrar mi esencia y ahora me podré definir como una persona platónica y así, por primera vez en mi vida, poder pertenecer a un grupo social. (Sí, una tribu urbana, los platoners.)

Suena bien. Pero nos estamos desviando. La aristocracia será lo suficientemente inteligente para saber qué es lo que más le conviene a todos. (Pero...) Ya sé lo que me vas a preguntar. ¿Quién defiende los intereses de aquellos que no pueden defenderse? Como grupo, integrarían a todas las clases sociales y sensibilidades de esa sociedad y serían lo suficientemente plurales como para que la maquinaria fuera imparable. Las carencias de unos las compensarían otros. (¡Ajá! Has dicho carencias. Eso significa que no serían ideales. Tienen fallos pese a ser humanos ideales.) Estamos hablando de la idea de gobierno, no de la idea de gobernante, que es diferente. El TEMA, es el gobierno. (Incorrecto, el tema era que el ser humano se caracteriza principalmente por ser social. Pero te he cambiado de tema, y a ti que te encanta llevar siempre la razón has preferido rebatirme y abandonar el tema que realmente te interesa.) Y te odio por ello.

(¿Y no crees que esta élite se intentaría proteger a sí misma? Pienso que, según tu planteamiento, los cambios que la sociedad necesitase podrían quedar obviados en favor de una conservación del estado actual de las cosas.) No, ellos tendrían la suficiente integridad como para saber cuándo retirarse y dejar paso a nuevas ideas. Pero, espera... ¿te refieres al ‘status’ quo? (...) ¿Y por qué no lo dices? Te mueres de ganas de soltar ese latinajo. (...) ¡Venga, dilo! ¿Qué te pasa? (Sabes que no puedo decirlo... Además, ¡lo has dicho mal!) Quieres pero no puedes. (Estoy en cursiva, ¡joder! No puedo curvarme más para poner palabras en otros idiomas. Por muy muertos que estos idiomas estén.) Es que eres un ser sensible, no eres perfecto. Yo sí puedo poner cursivas, mira: ‘motus propio’, vade retro, carpe diem. (Sigues fallando. Y cómo te pega esa última... ¿Te crees que eres una idea?) No soy una idea, pero puedo hacer más cosas que tú. No estoy encorsetado en unos paréntesis. Jajajajajajajaja. (Maldito.) Jaj(...)a(...)j(...)AJ(...)A(...). ¡Me vas a ahogar!

¡Dé(...)j(...)a(...)m(...)e habl(...)ar! (Puedo interrumpirte todo lo que quiera. Te vas a enterar. ¿Qué pasa? ¿Ahora tienes miedo?)

(¿No vas a decir nada más?)

(¿Nada?)

(Pues aprovecharé para decir que tu teoría no se sostiene. Para empezar, la sociedad perfecta no tendría gobernantes. Y que esto no se confunda con una defensa del anarquismo. La auténtica perfección sería que cada individuo supiera exactamente lo que tiene que hacer sin necesidad de explicitarlo en ningún sitio. Los límites y obligaciones sociales serían innatos. Pero es cierto que esto haría que una idea excluyera a otra. La sociedad ideal no casa con la idea de gobierno, pero tampoco con otras muchas como la idea de robo, propiedad privada, urgencia, pobreza...)

(¿Sigues sin hablar? La verdad es que así es más aburrido todo.)

(Pero voy más allá. La idea de sociedad es excluyente con la sociedad en sí misma. La teoría de las ideas surge porque el ser humano tiene una tendencia natural al progreso. Empezamos siendo prácticamente monos hasta llegar a explorar otros planetas, pasando por muchos momentos históricos. Entre ellos, la confección de esta teoría platónica. Por otro lado, el progreso está causando la desaparición de los recursos naturales, cada vez la huella de carbono es mayor. Y una sociedad ideal no permitiría este desastre ecológico. Por lo tanto, una sociedad ideal es imposible.)

(Ademá


¡¡¡BASTA!!!
qué pesados. Yo, como editor de la web, tengo más autoridad que vosotros y mira, os corto cuando quiero. Cállate paréntesis. Cállate señor absurdo. Vaya chapa.
Qué descanso. Voy a por un té frío con limón y a ver el fútbol.

Sonríe, hijo de puta

“Hijo de puta”, espetó como primeras palabras, acunado entre los brazos de su padre. “Ha salido a mí, el mamonazo”, susurró entre lágrimas al oído de la madre. “Si es que cuando una perra se pone a la faena, hasta un cabrón como tú puede tener un hijo de cojones”.

En el diccionario de la RAE constan 93.000 palabras. Los académicos y lingüistas dicen que no son todas las palabras en uso: habría que sumarle un 30% más. 120 900 palabras. El castellano tiene una acepción para cada elemento, con sinónimos suficientes para poder hablar sin repetir ningún término. 120.900 palabras, pero cuesta muchísimo encontrar la fuerza suficiente para sacar de todas ellas un “te quiero”. A nuestro mejor amigo no le expresamos nuestro amor siendo explícitos, nos referimos a él como “¿¿¿Mi colega el Jose??? Menudo cabronazo está hecho”. Y no está mal. Al fin y al cabo, lo que ha hecho grande al español es su arte para el insulto, ya sea conciso y directo a la yugular o con una ironía de envenenadas subordinadas.

Como amante de la palabra, también soy un amante del insulto. Acabo de volver la mirada a la pila de libros de mi cómoda, entre los que descansa El arte de insultar, de Arthur Schopenhauer. Hace un par de años, me percaté de que mi novia decía muchos tacos. Lo hacía por influencia mía. En su casa jamás había escuchado una palabra malsonante. Eso me hizo pensar: si es la palabra lo que construye la realidad, ¿qué clase de realidad estoy construyendo?

Un buen insulto siempre entra bien, pero nos olvidamos de cómo afecta al entrono, al prójimo. Anoche salí de fiesta. No suelo hacerlo. Me divertí como un loco. Recordé que, entre tanto estrés y tanta madurez profesional autoimpuesta, sigo siendo un pobre diablo de 23 años con ganas de prender el alma a golpe de espirituoso. En la puerta del antro –porque es lo que uno se puede permitir en una ciudad como esta con un sueldo de prácticas– pasó por delante de mí una personalidad televisiva. Una celebrity. Un famosete. Un cómico.

Quien haya pasado cinco minutos conmigo sabrá de mi amor por la comedia. Sabrá que llevo un par de meses subiendo a escenarios con la esperanza de arrancar alguna carcajada. No soy muy propenso ni a pedir fotos ni a importunar a personalidades. Son personas con derecho a vivir libres de acoso. Pero algo se me giró. Me dije “qué coño” – me sigue costando lo de los tacos– y me fui tras él. Le alcancé, con toda la ilusión de quien tiene ante si la motivación en forma de persona que empezó en el mismo lugar, llegando a una meta que pocos alcanzan.

Me presenté, ilusionado. Me preguntó si hacía stand up, que cuánto texto tenía. Muy simpático. “Unos 40 minutos”, respondí alegre. Su rostro cambió. Rió socarronamente. “Esa será tu opinión”. Siguió riendo. “Tienes dos... No te pienses especial”. “Bueno, soy medio negro”. “Haz chistes como los de todos los demás. No uses eso. Seguro que sin todo eso se te queda en nada”. Tiene toda la razón. Con lo fácil que es deshacerse de tu piel. De tu personalidad. ¿Me estaba aconsejando que fuese otra persona completamente diferente? “Señor Spider-Man. Muy guay lo de la superfuerza y lo de las redes, pero a ver si salva el mundo sin usar esos poderes”. Me pide que no haga chistes sobre mi piel, pero jamás me diría “no hagas chistes de hombres. O “no hagas chistes de personas”.

¿Me estaba pidiendo que hiciese chistes obviando la cualidad principal que me define? Sería como pedirle a un matemático que calculase sin fórmulas, a un piloto que condujese sin volante. No puedo eliminar mi personalidad de mi forma de expresarme, igual que no puedo medir dos metros y jugar como Michael Jordan por mucho que lo desee –otra referencia a la cultura negra. No, si al final va a tener razón–.

Pero volvamos a lo del principio. Volvamos a ese perfil humano con un insulto más a mano que un halago. Con un dardo en lugar de un aliento. No entiendo como funcionan esas mentes. No entiendo que puede impulsar a una persona que tiene ante sí a otra fulgurante de ilusión a hundirle antes de que haya salido a tomar el aire. Esa necesidad de reafirmar un complejo mesiánico de superioridad. Quizá solo fuese otro intento anómalo de extender su incomodidad fálica al resto de facetas de su vida, compensándola con el pisoteo de la ilusión inocente de un neófito que tan solo buscaba el compadreo con un referente.

He dormido 4 horas. Demacre capital. Óleo sobre lienzo. He ido, entre el anhelo y la tragedia, hasta ese trocito de Comunidad Valenciana que me recuerda a mi hogar: Mercadona. Volviendo con dos bolsas cargadas colgando de los hombros, conversando con el bajón anímico y el sudor frío que me recorría la frente, se me han puesto delante una señora y su anciana madre, en un punto en el que la acera se estrecha tanto que es imposible pasar. Sin yo decirle nada en absoluto la mujer se ha girado. En tono de disculpa, me ha dicho: “Ay, pobre. ¡Que te estamos haciendo tapón!”. Su madre, moviéndo se lenta y con dificultad, también se ha vuelto. Tan consciente. Tan dulce. Tan sonriente.

Simplemente, he sonreído de vuelta. Fácil, ¿no crees? Y aún así criticamos con mayor facilidad que elogiamos. En los polideportivos ves a padres recriminándoles a sus hijos un balón perdido, una mala jugada, en lugar de centrarse en crear una realidad que les ayude a crecer. A ser mejores. Piti- dos desde dentro del coche. Aspavientos por una discrepancia en la conducción. Insultos proferidos sin ninguna clase de filtro. Prefiero devolver una sonrisa. Un elogio. Una palabra amable. Como hice anoche. Como intento hacer siempre. Y no porque sea fácil, si no porque nunca sabes qué hay detrás de cada gesto, de cada actitud. He ironizado con la figura que he mencionado antes. Me he burlado en extremo de las cosas que me dijo, pero me niego a perder las formas. Le devuelvo la sonrisa. Él la necesita más que nadie.

El arte mató al cine. El hombre mató al arte.

La gente estalla en gritos y aplausos ante la aparición de un actor recurrente en la nueva película de Spider-man, como si fuese un cameo en una serie. Con ese aplauso y ese júbilo me doy cuenta de que el cine ha muerto. La gente no valora el poder de los sentimientos, sino el espectáculo vacío y el fan service sin sentido. Spider-man: No Way Home ha matado el cine.

Esta película es lo peor que le ha podido pasar al cine. Un espectáculo circense, sostenido únicamente por la nostalgia. El público, como monos ante un manojo de plátanos, desplegaban un abanico de sentimentalismos y berridos que rebajaban el noble séptimo arte al nivel de entretenimiento vacío para el populacho. Homúnculos idiotizados por un amasijo informe de efectos digitales, juguetes para niños y una trama más agujereada que un paredón de fusilamiento.

Pero, por desgracia, esta película solo ha sido el último clavo que apuntala el ataúd del cine. Este lleva muerto ya un tiempo, puede que desde que empezase la moda de las películas de superhéroes. Hombres crecidos luchando en licra contra sus propias limitaciones interpretativas. Serializaciones infantiles de presupuestos desorbitados que han desplazado al cine de verdad a un nicho sin público ni recursos.

Es posible que la culpa sea del propio espectador, que ha perdido la exigencia e inteligencia que antes le caracterizaban. Las películas de superhéroes son para tontos, pero estos se atontaron antes con las epopeyas juveniles que afloraron a principios de este siglo. El cine de acción hubo un tiempo en el que fue respetable, pero cuando se lo amansó con humor, hormonas y secuelas interminables perdió toda la magia que pudo haber tenido. Porque, hablando de magias, Harry Potter es el mayor ejemplo de mercantilización de las emociones del público, destrozando nuestra imaginación con espacios y personajes tan poco originales como una manzana con sombrero.

Y esta caída en libros, sagas y basura para adolescentes no es más que una reacción a la que posiblemente sea la raíz de la debacle cinematográfica de hoy en día. Directores que tenemos tan endiosados como Quentin Tarantino empezaron a dar la tabarra en los noventa con obras pretenciosas y excesivamente sobrevaloradas, como la infumable Pulp Fiction, u otras atrocidades como Clerks, de Kevin Smith y El Mariachi, de Robert Rodríguez. Autorcillos que se creyeron con potestad para dictaminar lo que era el nuevo cine y esa tan absurda corriente del post-modernismo cinematográfico. Que alguien me explique por qué había necesidad de acabar con las formas, jerarquías, presupuestos, narraciones y estilos que tan bien habían funcionado en Hollywood desde sus albores.

Aunque habría que analizar lo que precedió a estos pseudo-autores para entender que el cine estaba condenado desde mucho antes. En los años ochenta las películas se convirtieron en anuncios de juguetes que catapultaron a la fama a masas de músculos sin carisma ni formación. Se primó la presencia de pectorales a la de historias y personajes que llegasen al público. Explosiones por encima de emociones. Avances técnicos por encima de avan- ces humanos. Si el cine ha muerto, es por la nostalgia hacia esta época que, para los que la vivimos, no fue más que la definitiva caída de un arte de intelectuales en manos de adolescentes salidos que solo buscaban un entorno oscuro en el que meterse mano. Obscenas cabinas multitudinarias donde ceder a las tentaciones más impuras, despreciando el aprecio por la realidad de los maestros de antaño, en pos de tiros y tetas.

Por supuesto, los tiros y las tetas son herencia de los profanos directores de los años setenta. Lo llamaron el Nuevo Hollywood, yo tengo un subtítulo: “El Nuevo Hollywood, o por qué dejamos de hacer películas decentes para embadurnar la pantalla de sangre y pomposismo pretencioso.” Taxi Driver o el Padrino. Los llaman relatos duros y crudos, que mostraban una cara fea y no explorada. Yo digo que son rabietas de niños engreídos, enfadados con los que les precedieron y obsesionados con alterar el status quo por ser la primera generación de directores salida de una escuela de cine. Cocaína y películas, en ese orden, no pueden traer nada bueno a un arte que parecía haber conseguido mantenerse por encima de las banalidades de la realidad.

La realidad. No me hagan hablar de la sobrevaloradísima realidad. Que si el Cinema Verité, que si la Nouvelle Bague, que si hacer películas con menos dinero también es posible... Pues mira, sí, es posible, pero a cambio de hacer algo aburridísimo. Los gabachos y su necesidad de dar la nota, así llamo yo a la Nouvelle Bague. Descomposición de la estructura en tres actos: Tostón. Uso de actores no profesionales: Tostón. Cine de gangsters casi sin diálogos: Tostón, tostón, tostón. No me extraña que fuesen todos una panda de comunistas enloquecidos, tratando al cine como si fuese un arte corrupto por el dinero. La gente disfrutaba del sistema y tuvieron que venir los francesitos, con sus revistitas de críticas, a insultarnos a todos con su inteligencia.

Inteligencia es lo que ciertamente empezamos a perder en los años cincuenta con la simpleza del cine negro, enmascarada en densidad y relevancia. Esas películas en las que se olvidaban de difuminar un poco las sombras, dando contrastes más amateurs que un director de fotografía recién salido de la escuela. Historias de depravación descafeinada con crímenes tontos, personajes impuros y localizaciones desagradables. El cine debería ser más grande que la vida, no más feo. El Noir de los años cincuenta no nos permitía desentendernos de la realidad en un mundo mejor, si no que nos forzaba a ver mundos e historias feas y repulsivas, como si nuestra propia vida no fuese suficientemente dura y dramática. Háganme caso, recuerdo bien aquellos días.

Pero claro, las atrocidades del Noir no las entendemos sin los pecados del Studio System que le precedió. Esos años cuarenta en los que las películas salían con propaganda y manivela para entretener las cabezas de una población acongojada por la reciente guerra. Comedias burguesas sin pizca de gracia de Frank Capra y westerns venerados como obras maestras de John Ford que, para los que estuvimos ahí, no fueron más que entretenimientos palomeros. Espectáculos de segunda que intentaban replicar una tercera parte de la magia que emanaban las obras de los auténticos maestros que les precedieron.

Pensando bien en la debacle de los años cuarenta, creo que es realmente achacadle a la llega del color en lo treinta. Ese fatídico 1935 en el que Rouben Mamulian tuvo que acercarse tanto al sol con su Vanity Fair que quemó a toda una industria y a un arte. El blanco y negro nos enseñaba el mun- do sin el filtro barato del color. Pasamos de captar el alma humana en una tonalidad metafórica, a buscar el espectáculo insulso en los colorines. Niños pintarrajeando un boceto perfectamente reconocible, convirtiendo lo antes fácilmente asociable a un león en una maraña de incongruencias pictóricas.

Y, si el color fue un golpe duro, la estocada que había dejado ya moribundo al séptimo arte fue la inclusión del sonido. Aún recuerdo la tristeza que sentí en 1927 cuando vi The Jazz Singer. El público se maravillaba con la música que acompañaba a las imágenes, pero yo lo entendía como era en realidad. Era el fin de la evolución de un lenguaje puramente visual para contentar a los menos espabilados con descripciones narradas sobre todo lo que sucedía en la pantalla. Casi habíamos conseguido hacer del cine un arte propio y único, hasta que llegó el maldito cantante de jazz con sus malditas melodías. Se acabó narrar visualmente en un medio visual.

De todas formas, antes del sonido ya se daban indicios del inevitable fracaso de este arte. En 1903, con Life of an American Fireman, acababa el esplendor que tanto habíamos disfrutado. Se renunció a plasmar realidades desde puntos de vista estáticos para marear al espectador con alternancias de planos y localizaciones sin aviso previo. ¿Quién puede estar en dos sitios a la vez? El cine lo intentó con la innovación narrativa, pero eso le llevó a estar en la pantalla, y en la basura.

Recuerdo con cierta pena y nostalgia la primera proyección de los hermanos Lumière a la que fui en Lyon, allá por 1895. Vi una posibilidad des- perdiciada, un arte con su futuro arrebatado, abortado. El cine podría haber sido un medio de expresión plural, que nos transportase a cualquier posible entorno inverosímil, que nos enseñase cualquier criatura imaginable. Pero esas grabaciones de un tren avanzando hacia el público atropellaron cualquie posibilidad de belleza y grandeza que pudo haber existido. Condenó al cine a un arte de barraca.

Si lo pienso bien, la culpa del fracaso del cine viene de antes. La fotografía mató al cine. La pintura mató a la fotografía. Las pinturas rupestres mataron cualquier expresión posterior.

El arte mató al cine.

El hombre mató al arte.

Cincel testimonial

¡Piiii!

Maldito pitido. Así no hay quien trabaje ¡Se lo había dejado bien cla-ro!

—¡He dicho que no se me moleste! ¡Tengo un discurso que practicar!

—Pero ministra, es... ¡Oiga! ¡No se le ha dado permiso aún para entrar!

¡Quién coño irrumpe así! ¡Que no estoy para tonterías ahora, que lo he dejado bien cla-ro! ¡Ja! Le está costando lo suyo mover la puerta. Pues no pienso ayudarle. Si viene a joder que se joda, que apechugue solito con la puerta. ¡Oh, No puede ser! ¡Qué larga tiene la barba! ¿Y eso qué lleva, es una losa?

—¡Padre! ¿Pero qué hace aquí? ¿Qué hace con eso? Avíseme por lo menos. ¡Por Dios! Siempre con sus locuras y sin decir nada a nadie. ¿Dónde ha estado todo este tiempo? Si le pasa algo ¿Quién le va a ayudar? Bueno ¿Qué quiere? Tengo diez minutos, ni uno más. Voy a dar un discurso importante ahora. ¡Oye! ¿Y eso? ¿Está delirando?

—Buenos días a ti también. Todo en su momento mi polluelo. Déjame tomar un poco el aire antes. ¿Esto? Un regalo para ti, un recordatorio. Pesa lo suyo la verdad. Lo voy a poner en la mesa si no te importa.

¡Está agotado! ¿Por qué no me he hecho nada mientras se acercaba? Debería haberle ayudado. Llevando ese armatoste consigo, menuda imagen habrá dado hasta llegar aquí ¿Se tratará de su lápida? Está loco ¿Qué epitafio habrá puesto en la otra cara? Empieza a frotarse las manos ¡Maldita sea! Me va a soltar un discurso de los suyos. Que no tengo tiempo y menos para esto ¡Ahora no!

—Padre ¿No puede ser después?

—Mm ¿Qué? ¡Ah! Las manos. Cómo me conoces. No. Es más, premia que sea ahora, justo antes de tu charla. Aunque puede que haya apurado demasiado.

—El tema de mantenerse fuera de mi vida profesional ¿No lo dejé cla-ro?

—Cuando tus actos afectan a la vida de otras personas, parte de lo que hagas recae en mí. He sido yo quien te ha educado.

—Eso tiene sentido si fuese una cría aún, pero habla con...

—¡Bah! Los cargos, los cargos ¡Se me apena el alma al verte así! Lo que te ha hecho este país no tiene nombre.

—Me ha procurado un trabajo estable y una casa para mis hijos.

—Pero ¿Y a ti?

—Con eso soy feliz. Usted y sólo usted debería preguntarse, cómo no puede serlo al ver a sus nietos fuera del peligro por el que yo pasé.

—Haces bien mencionándolo, de eso mismo quiero hablarte. Escucha con atención esta historia hija, pues es importante que comprendas su mensaje.

—¡No tengo ni tiempo para historias ni para regalos absurdos! ¡Una lápida de regalo padre, a quién se le ocurre!

Esa mirada. Le da igual mi edad, si llegamos a este punto de la discusión, saca esa maldita mirada altanera. Podría ser la reina del mundo que poco importaría. Siempre seré su maldita hija.

—Escucha hija, todo un mes he empleado para traerte esto, «esto» que llamas lápida. La recuperé entre los escombros ¡Con todas las que hiciste!

No queda nada ya. Un milagro que «esto» haya perdurado.

—¿Acaso...?

—¡A callar! Ya está bien. Tengo una historia que contarte y la vas a oír. Cómo si tardo dos días.

—Seis minutos.

Otra vez, fulminándome con esos ojos. Voy a dejarle hablar. Cuanto antes suelte su verborrea, antes se irá.

—Perdón padre. Soy todo oídos.

Es pura mecha. Ha sido oír eso y se tranquiliza al momento. Siempre he pensado que actúa de más cuando se cabrea. Acaricia gustoso su lápida ¿No es un poco pequeña? Se humedece los labios. Allá va, comienza el sermón.

—Visto la premura, no me andaré con rodeos. La historia trata sobre la huida de un padre y su hija de su país natal.

—No quiero escuchar esto.

—Mi polluelo, eres todo oídos y estos, como bien sabrás, no se caracterizan por opinar.

He de tranquilizarme. Lo importante es el discurso. Cinco minutos de este sinsentido y a mi vida de nuevo.

—Lo dicho. Un padre y su hija huyeron del país donde asimilaron valores tan importantes como la tolerancia, el respeto y la empatía. No partieron solos, pues muchos fueron los exiliados al estallar la guerra. Anduvieron durante semanas en fila india como hormigas. La comida no tardó en menguar y el padre, preocupado, daba gran parte de su ración a su hija porque no permitiría, en ningún caso, presenciar algún malestar en ella. La chiquilla por su parte, con unos dibujos exentos de penuria, alimentaba el espíritu del padre. Pero la marcha de los exiliados se detuvo en una frontera ficticia. Habían llegado a su meta, mas ésta se les presentaba cerrada. El país vecino no sólo miraba para otro lado ante su situación, sino que se oponía al paso de los pobres desgraciados. Éstos, no tuvieron otra opción que asentarse en el límite de su destino. Cuando llegaron, la comida ya escaseaba y las enfermedades no tardaron en surgir. Pocos días pasaron para que el padre se viese forzado a cambiar las hojas y los lápices de su hija por comida. El por qué necesitaban otras personas esas cosas, es mejor no mencionarlo.

—Me dijo que se perdieron.

—Bien, y a todo esto ¿Cómo respondió el polluelo ante la falta de material para pintar? Con un guijarro. Sí. Un guijarro entre sus pequeñas manos le sirvió de cincel para pintar en piedras y paredes. Y dibujaba...

¡Piiii!

—Ministra, es la hora.

—Lo siento padre. He de irme.

—¡Pero por favor, hija mía! Piensa en ellos. Están ahora como estuvimos nosotros ¿No lo ves? ¡Allí también hay niños!

—¡He de defender este país ante cualquier amenaza! Estamos en...

—¡Bah, no puedo escucharte! Ésta podría ser mi lápida perfectamente ¡Pero también la tuya!

—¡Basta! Necesito un momento a solas.

—Antes de irte, mira lo que te he traído ¡Haz el favor!

¡Fuera! ¡Fuera! No hay forma de hacerle callar.

Bien, por fin a solas. Madre mía, se ha dejado la maldita losa sobre la mesa ¿Dónde la meto? Un momento... no tiene una frase, no hay epitafio alguno. Son rayas blancas, eso parece... ¡Oh! Es una casa. Un hogar dibujado en la piedra.

¿Acaso ...? ¿Habrá sido capaz de...? ¿De verdad lo hice yo? ¡Si! Ahora, me acuerdo. Dibujaba casas en las piedras. Era una cría sin nada y sólo quería una cosa. El discurso, el maldito discurso ¿Qué voy a hacer? Un hogar, sólo piden un hogar ¡Viejo loco! ¡Cómo me haces esto! ¡Qué digo yo ahora!