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Noble y bélico adalid

Arrastraba los pies cansados entre la grava del camino. Pardera, mi espada, era mi único apoyo. El sol abrasaba mi nuca y mi frente. No había descanso, no me lo podía permitir. Huía sin cobardía para acudir a la ayuda de mi pueblo. Había presenciado una auténtica masacre en la posada de Cartasmuza. Si aquellos salvajes eran una muestra representativa de las fuerzas del enemigo, tenía que alertar a mi gente. No tenía siquiera confianza en la fuerza de mis piernas para hacerme llegar a tiempo a mi destino. La guerra se nos venía encima, pero solo el enemigo era consciente. Mi espada había segado cientos de vidas desde que la forjaran para mi bisabuelo, el primero de nosotros en alcanzar el rango de caballero. Algunos decían que la espada retenía el ímpetu de mi linaje y que nunca caería en batalla mientras un Torrealta la empuñase. Un Torrealta empuñando a Pardera era sinónimo de victoria para el reino, pero esta vez no podría aferrarme a esas leyendas. Tenía que seguir andando. Tenía que mantener el rumbo entre los atajos y la maleza.

Arranca el partido en el Santiago Bernabéu. ¿Qué expectativas tenemos para esta velada Mario?

Buenas noches Ramón. El equipo pinta bien. Decidido y con ganas de ganar, ¡nunca se puede dar por muerto al Madrid!

Los vientos arrastraban augurios de brujas de tierras lejanas. Cantos de un gran equipo que siempre salía victorioso. Leyendas fascinantes que nada tenían que ver con mi misión. ¿Por qué seguían llegándome estos mensajes indescifrables? ¿Qué motivación oculta podía intentar mi distracción? El sendero serpenteaba... no, era angosto. El sendero, angosto, se perdía entre los matorrales. Paso a paso me acercaba a la capital, pero paso a paso el enemigo se armaba. Mis miedos no eran especiales, pues cualquier hombre temería perderlo todo. Mi familia, mi hogar, mi legado.

Si el enemigo triunfaba, desaparecería todo el bien por el que llevábamos tanto tiempo luchando. Empezaba a hacer frío. Las nubes eran cada vez más densas y oscuras, pero la lluvia se resistía a caer. Decían que el enemigo oscurecía la tierra. Secaba los pastos y les privaba de luz con nubes de las que nunca llegaba a caer ninguna gota.

Rueda la pelota entre los centrales en los primeros compases de juego. La alineación de ambas escuadras es la de gala, sin sorpresas.

Los pies, cansados del camino, me fallaban al pisar sin mirar. Mi trayecto me conducía a... ¿a dónde me conducía mi trayecto? Tenía que llegar a una capital para algo. Algo importante. Las voces del viento me embotaban el pensamiento. ¿Cuál era mi propósito? ¿Por qué estaba más pendiente de la alineación de equipos desconocidos que de mi misión? Mi misión... ¡Llegar a la capital! ¡Prevenirles del ataque inminente del enemigo!

¿Serían las voces de místicos enemigos las que me traían aquellos mensajes? ¿Sería su magia la que llevaba a mi despiste? Sea como fuere, tenía que mantener mi concentración por encima de ellas. Sabía que debía seguir el camino. Escuchaba gritos de ayuda entre los árboles a ambos lados del sendero, pero no podía correr a socorrerles. Mis votos como caballero y el conocimiento de lo que pasaría si no entregaba mis noticias a tiempo se peleaban en mi cabeza. Había gente sufriendo cerca de mí, pero si perdía tiempo en ayudarles serían cientos los que se sumarían a ese sufrimiento. Había podido presenciar los números del enemigo. Quinientos hombres salvajes, deseosos de derramar sangre.

Primera internada peligrosa del rival. Llega un buen centro por la banda que el ariete no consigue rematar.

Así es Ramón, muchos huecos está abriendo la defensa del Madrid. ¡Parece un coladero en esta primera media hora de partido!

Quinientos mil hombres. Eso, no quinientos, quinientos mil. El enemigo era muchísimo más grande de lo que decía. Mantened aquí vuestra atención, pues mi relato es tan cierto como apasionante. Que las voces del viento y las brujas lejanas no le hagan perder a vuesa merced la concentración como a mí me sucede.

Combatiendo contra el nublamiento temporal de mis motivaciones, un bello corcel se interpuso en mi camino. Era blanco como la nieve.

Que despliegue de estilo del equipo blanco.

Negro, el corcel era negro como una noche sin luna. Un corcel perdido, sin una meta. Un corcel que el destino había puesto en mi camino con un motivo. Su cabeza se inclinó hacia mi, invitándome a acercarme. Lentamente me acerqué para no asustarle, para no traicionar su confianza.

GOOOOOOOOOOL DEL SIETE DEL MADRID. GOOOOOL DEL REAL MADRID. Tremenda galopada por la banda que culmina con una definición impecable para mandar el cuero al fondo de la red.

Por esto amamos el fútbol Ramón, cuando parece que el partido está dormido nos espabila un estacazo de semejante calibre.

Vale, pues me subí sin rodeos al caballo. Me acerqué y me subí. El caballo era negro porque era negro. Yo me subí sin tocarle. Conocí al caballo y, sin conexión emocional, me subí. No le puse ni nombre, figúrese.

Galopamos más rápido que aquel Siete del Madrid del que me llegaban noticias. El bosque terminaba en las lindes del reino, donde se abría un extenso campo por el que volar a lomos del negro corcel. La estepa se extendía hasta donde alcanzaba la vista, con tan solo una leve silueta de la capital en el horizonte. El camino empezaba a ver su final y mis angustias se disipaban al enfrentarme a la estepa vacía.

Comienza la segunda mitad de este apasionante duelo. Empate a uno en el marcador, lo que significa que empezamos de cero. Esta segunda parte es un papel en blanco para la emoción del fútbol.

La estepa estaba llena de fortalezas, no vacía. Y todas las fortalezas eran enemigas. Hordas de enemigos. Galopaba entre ellas con el objetivo claro de evitarlas para llegar con velocidad al castillo de la capital y terminar mi misión.

Ocasión tras ocasión. Ambos equipos embisten con fuerza. Se respira la tensión en el estadio, donde los gritos de ambas hinchadas se elevan a los cielos de la ciudad. La intensidad del choque se masca en el ambiente.

No corría hacia la capital como un cobarde. Me paraba en cada una de las fortalezas para liberarlas de las fuerzas malignas del enemigo. Mi caballo entraba como cuchillo en mantequilla por los portones de madera.

¡Parece un combate de boxeo Mario! La emoción me tiene que casi no puedo ni comentar el partido. Otro enviste del equipo rival que eleva el marcador a empate a tres.

Yo solo, con ayuda de mi fiel sable Pardera y mi legendario apellido Torrealta, despejaba fortaleza tras fortaleza. La emoción de los liberados era inconmensurable. No había evento en el mundo que rivalizase con los gritos de los que me seguían de castillo a castillo. Entrábamos con cantos de libertad, hasta el punto en el que los enemigos se rendían casi sin luchar.

Últimos compases de juego que prometen mantenernos al filo del sofá. Continúa el empate en el marcador, cualquier equipo puede resultar vencedor.

Mas si es verso lo requerido Y mi aventura no es suficiente, Presento mi corazón afligido Y los vítores de la gente. Batallan los malandrines A Torrealta, Pardera y su filo, Que tiñe los jardines Con la sangre de quien a morir vino.

GOOOOOOOOOOOOOL. Cabezazo del capitán en el descuento que eleva al equipo a la máxima gloria. Los vítores de la grada iluminan el confeti. ¡El Madrid es campeón!

Cansado, pero triunfante, llegaba a la capital. Detrás de mí, cientos de hombres y mujeres liberados de las garras del enemigo. El castillo se alzaba majestuoso mientras levantaban el portón para dejarnos entrar. Caminábamos entre vítores y aplausos. La población nos recibía como a héroes. Nuestras hazañas se cantarían durante siglos, pero mi misión solo había comenzado. Aún tenía que avisar al rey de la amenaza que se cernía sobre nosotros.

Desvié mi fiel corcel para dejar la gloria en manos de los recién llegados y alcanzar los aposentos de su majestad con mayor presteza. Tenía que haber supuesto que sería interrumpido por la única persona que podía saber que habría tomado este desvío. Mi pequeña Inés me esperaba al torcer una esquina, de la mano de su madre. ¡Qué belleza y calma para mis ojos cansados ver aquellos rostros a tiempo! ¡Qué alivio saber que había sido lo suficientemente rápido como para verlas por lo menos una vez más!

¿Era la presencia de mi familia que cautivaba toda mi atención o habían cesado finalmente las voces del viento? Ya no se hablaba de batalla entre equipos, ni interrumpía mis momentos más calmados. Mientras abrazaba a mi mujer y mi hija, a escasos metros de la residencia real, me pregunté si podría hacer frente a los vientos. Podríamos derrotar al enemigo contundentemente. Podrían contar mi historia, la de mi amor y mi victoria. Como liberé a los sometidos, como triunfó el amor por encima del odio. Podrían contar como terminé dando la vida en una última batalla que amenazaba con volvernos a las sombras. Podrían contar todo esto y adornarlo con fantasías que nunca ocurrieron, pero como mucho conseguiríamos una lágrima, o una sonrisa de quien escuchase la historia. ¿Podría mi aventura tener a alguien mordiéndose las uñas al borde del asiento? ¿Sería capaz mi cruzada de amor y libertad culminar en un abrazo entre amigos que la escuchaban? Aún si mis batallas llegasen a ser contadas con imágenes y con música, ¿podrían un atardecer y unos violines causar esa emoción tan fundamental de un gol?

Mi camino lo habían distraído vientos sobre un deporte. Mi historia había sido zarandeada por los designios de un planteamiento sencillo, con normas siempre repetidas que consiguen las mayores lealtades. El fragor de una batalla nunca sería comparable al relato que de ella se hiciese después. Se podría describir el chocar de sables y escudos, se podrían cantar las hazañas de los héroes y las fechorías de los villanos, pero nadie sabría lo que sintieron los soldados en el campo de batalla. Un relato, por bello que fuese contado, por adornado que estuviese con la música del trovador, nunca levantaría los sentimientos de lealtad y pasión de animar a tu equipo, reino, o nación.

Y, si una pequeña historia de amor y superación no podía competir con la pasión levantada por un once contra once, repetido casi diariamente, con las mismas normas y eventos... ¿era realmente tan crucial que le hiciese llegar aquellas noticias al rey? Si nuestra épica iba a quedar desterrada a una noche sin plan o una tarde de frío, ¿debíamos esforzarnos en luchar?

Si este testimonio había sido interrumpido por su relator y máximo interesado, ¿a quién podría interesarle Torrealta y su Pardera? Si un gol había levantado mi pluma del papel, mi voz del canto, ¿quién perdería la ocasión de vivir algo por oírlo contado?

¿Es posible manufacturar la emoción?

Don Fulgencio Fulmina

Fulgencio Fulmina es un hombre circunspecto. Picueto. Con tan poco interés por las cosas que no le interesan que desconoce el significado de ambas palabras. Es de todo menos enjuto. Mira, Fulgen, mira. En todos los puñeteros libros hay un hombre enjuto. La pesadez de su padre con la literatura es, con toda probabilidad, la causa por la que el señor Fulmina tan sólo utiliza los libros para nivelar los muebles. A pesar de su nombre de empresa exterminadora de éxito, el señor Fulmina vive para su única pasión: el comer. Ha sido rechazado tantas veces por mujeres, hombres, amigos, familiares, compañeros, jefes, clientes, subordinados y hasta por la brisa y por las prisas, que ha desistido en su búsqueda del agrado ajeno. Su currículum se resume en: un máster en abandono, un doctorado en decepción y una cátedra en el rechazo.

Don Fulgencio Fulmina tiene un único amor: la comida, manifiesto en una malsana obsesión con el dátil. “Mire. Mire qué tono ambarino. Translúcido en su medida. Se saborea el jugo con sólo atisbarlo”. Alecciona al encargado de la frutería, que asiente al extender la mano buscando el pago. Fulmina sostiene el dátil a trasluz, entre sus dedos pulgar e índice. Don Fulgencio no lee, pero escucha la radio cada noche antes de dormir y maneja un léxico que avergonzaría al mismísimo Quevedo.

“Hermoso, pero no tanto como el de Marrakech”. Sobre la cómoda, junto al espejo, Don Fulmina se ha hecho ilustrar el que para él es, sin lugar a duda, el dátil más perfecto que jamás haya parido una palmera. De extremo a extremo, su longitud, su forma, se manifiestan con total precisión entre los cánones de la proporción áurea. El Dátil de Marrakech protagoniza sus sueños varias noches al mes, las impares de semana alterna, y le susurra: Ven, Fulgen. Soy todo para ti. Tal es su fascinación que brota en él el deseo incontenible de elaborar una tesis sobre el dátil. De hecho, ha escrito volúmenes y volúmenes sobre El fruto de Dios, como lo denomina, pero nunca ha podido revisar uno sólo. Es tal el rechazo mutuo entre el libro y él, que cuando intenta coger uno este le da el lomo o le escupe una bocanada de polvo, batiendo tapas y páginas como un colibrí. Un día, su vecino Aurelio, que tiene una floristería que hace chaflán dos calles más abajo, que ha heredado de su tía Juanita, la soltera, que a su vez la había heredado de su abuelo Paco, al que mataron durante la guerra de un disgusto, se ofrece a ayudarle.

– Trae, trae, que no compra flores ni San Cucufato y tengo mucho tiempo para leer.

– ¿San Cucufato? – musita Fulmina, extrañado.

– Sí, sí. El de “los cojones te ato”. Lo tengo ahí con las pelotas como balones de playa desde hace 3 años, pero ni un triste geranio he colocado.

El señor Fulmina, poco amigo de los enigmas que no tengan que ver con el corte, la cocción o el emplatado, despide amablemente a Don Aurelio. Sin ser conocedor, Fulmina tiene en Aurelio, quizá, al amigo más puro y comprometido de cuántos han pasado por su vida...pero no es un dátil. ¿O quizá sí? Podría ir a ver a Manduka, la tarotista. Dicen los adoquines que conoce toda clase de sortilegios para hacer la vida más apacible. Si Manduka hiciese de Aurelio un dátil, el más grande conocido por el hombre, podría plantearse incluso el matrimonio.

Fulmina se hace a la calle, protegido por su bombín, acompañado por su bigote y sostenido por su bastón de caoba, único recuerdo de su difunto padre. Y aún así tienes pinta de julai, reprende la voz del padre, que emerge con cada floritura correctora que Fulgencio pinta tras cada impacto de su báculo. Quémalo y déjame descansar en paz. Preguntándose por la dirección de doña Manduka, Don Fulgencio se arrodilla en la calle peatonal, descubriendo su reluciente calva.

– Buenos días.

– Serán los suyos.

– ¿Cómo dice?

– ¿A usted le gustaría que todo el mundo le pisotease? A diario. Y que ni siquiera le preguntasen a uno el nombre.

– Mmm...No. No creo. Soy Don Fulgencio. Don Fulgencio Fulmina. ¿Y usted?

– A usted se lo voy a decir.

El adoquín se hace el duro.

– ¿Sabría decirme dónde encontrar a Doña Manduka?

– ¿La golfa de los sortilegios?

– ¿Disculpe?

– Yo era Guardia Civil. El que pisaba estos adoquines. ¡Menudos años!

– Bueno, señor...

– Mínguez. Augusto Mínguez. Para servirle a usted. Y a España.

– Por lo menos ha pasado usted de cimiento de la sociedad a cimiento de la ciudad.

El Adoquín Augusto Mínguez, de haber podido, hubiese esbozado una sonrisa. Una esculpida en piedra.

– Mucho gusto, agente Mínguez. ¿Podría indicarle a este humilde español cómo llegar hasta la señora Manduka?

– ¡Faltaría más! Usted debe tomar Cabo Lotillo, dirección sur, – el Adoquín Mínguez, antes Agente Mínguez, se agita con emoción, provocando las quejas de sus hacinados compañeros. Fulgencio se imagina al Agente Mínguez en todo su esplendor, gesticulando e indicando preciso como las agujas de un reloj – y cuando esté llegando a donde el corazón se esconde y el alma palpita vuelva a girar a la derecha. Ella le encontrará.

– Santa Eulalia, virgen del merengue.

– Dios nos salve.

– Y nos guarde.

– Y nos vengue.

Fulmina hace ademán de marchar poniéndose el sombrero.

– Es un viaje largo. Le recomendaría ir en coche.

Fulmina emerge del garaje al volante de su vehículo, el “Elodio 1787”, un moderno automóvil impulsado por el odio, llamado así en honor al año en que se inventó el despertador.

– Malandrín, a este paso llego para las uvas. El coche avanza a una velocidad prudente, saludando con timidez a la velocidad permitida. La bilis es una de las debilidades de Fulgencio, que suple con el bastón de caoba. Don Fulgencio lo ase y golpea con suavidad el salpicadero.

No me extraña que no te quieran en ninguna parte si todo lo haces con las mismas ganas. Menudo mequetrefe tengo por hijo.

El coche aumenta considerablemente su velocidad. Al son de alcornoques, pusilánimes y expresiones de la familia de a ti lo que te hace falta es una buena mili, el Elodio 1787 consigue abandonar el entramado de la ciudad, perdiéndose en la profunda estepa que es todo cuanto no es capital. Cada varios kilómetros brotan poblaciones aquí y allá, que terminan desapareciendo por pura vergüenza.

Cabo Lotillo ha quedado atrás hace horas. Parar a repostar no vale la pena y la sarta de ofensas que pueblan el repertorio de su difunto padre proyectaría una holgada sombra sobre las tertulias televisivas. Te tendría que haber dado un guantazo cuando tocaba y haberte puesto las gafas de lentillas. Los paisajes pasan y las estaciones con él. Cae la noche, solemne y oscura. Por primera vez en mucho tiempo Don Fulgencio piensa en algo que no son sus dátiles. Piensa en su madre, a la que apenas recuerda. Piensa en Manuel, el primer amigo que tuvo y el primer amante que le rechazó. Piensa en cuando disfrutaba la lectura. Incluso piensa en cuando no le importaba tener el rostro enjuto. Piensa en Aurelio... Aurelio. A pesar de una vida de celibato autoimpuesto, de ascetismo social, Aurelio ha conseguido traspasar toda barrera. Aurelio es la única persona que no trabaja en un bar o restaurante que ha cocinado para él. Al ceder su manuscrito, las manos de Aurelio se aferraron con fuerza a la carpeta moteada de café, manteniendo una unión distante con los gruesos dedos de Fulgencio, espejo de su mismo gesto, limitados por la parálisis simultánea que el contacto visual había producido en el resto de sus cuerpos. ¿Todo esto por encontrar una bruja? Haberlo dicho y pasábamos por el cementerio, donde tu madre.

Fulgencio, que ya ni se considera Don, ni persona, ni nada que pueda tener nombre, está a un paso de ser más Fulmina que Fulgencio cuando por su cabeza cruza la imagen de un hombre rollizo en coche por medio de la estepa que deja caer tras de sí un bastón de caoba. El púrpura del amanecer desvía su pensamiento y atrae su mirada al frente. El paraje, todo hielo y nieve y reflejos de la luz del alba rodea el coche, que prosigue alimentado por el odio interno de Don Fulgencio. Una especie de montículo, no, un conjunto de montañas de hielo se va haciendo más y más grande. Se disponen en círculo, uno irregular. En su centro, coronando, emerge la obra más bella que el humilde aficionado a la comida ha visto jamás. Entre picos y escarcha surge el fruto más dulce entre los dulces. Su envoltorio brilla tanto que podría creerse dorado. Refulge con tal primor que parece la caricia matutina del sol. Fulgencio rompe a llorar. Llora como mujer, ya que no sabes ser hombre. El coche, detenido en seco por el asombro del pasajero, reanuda su marcha. “El de Marrakech, papá...Es el de Marrakech”. Don Fulgencio Fulmina, fulminado por el calor de la aceptación, nota como su corazón deja de latir. Se recuesta en su asiento, feliz, con la expresión menos enjuta entre las expresiones. Vaya forma de irse. Ni morirte sabes. En mis tiempos un hombre caía abatido, herido por bayoneta o... La voz del padre se pierde en la lejanía. El coche reemprende su marcha entre las curvas de los montes helados. El inerte Fulgencio viaja con la mayor de las sonrisas, rumbo al fin de un mundo que no sabe que tiene fin.

Aurelio aporrea la puerta de la casa de Fulgencio, habitualmente abierta. La carpeta con la más hermosa de las odas se debate entre las motas de café y las lágrimas. Aurelio se desgañita, sin saber que nunca podrá decirle a Fulgencio como sus palabras sobre un dátil han abrazado su alma.

Carmena no es tu abuela

Manuela Carmena Castrillo. He aquí su línea de vida. Fecundación, cigoto, le provocó náuseas a la señora Castrillo, niña, costurera, hippie, estudiante de derecho, superviviente fortuita de un atentado, opositora, jueza, embarazada con náuseas (el karma), madre, usuaria de metro, alcaldesa, ídolo pop, diana de odio de parte de la izquierda, empresaria, vieja, abuela, abuela vieja empresaria y, por último, desbancada de su categoría de ídolo pop porque, seamos sinceros, ahora se producen aupamientos a ídolos pop de manera muy arbitraria. Aunque, por definición, el pop consiste en eso; reniega del academicismo y eleva la cotidianidad ramplona y mediocre a un estatus superior e inmerecido aludiendo a una intangible “conexión con la gente”. Conexión con la gente… Qué bonito. Abrazos. Cariño. Vítores. Bonitos sueños. Ay. Estoy literalmente en el pozo. Tengo que salir de aquí. Quiero salir de aquí. De esta torre de marfil que está tan alejada del pop. Erudición disfuncional. ¿Qué hago yo inventándome palabras (como aupamiento) para hacerme el interesante cuando podría ir por la vida generando empatía usando de forma incorrecta la palabra “literalmente”? Así que, venga, voy a desvestirme de toda petulancia rimbombante. Si es que en verdad es para darme dos hostias. Espera. Esto me gusta. Sueno literalmente cotidiano. No prometo nada, pero puede que hasta se me escape algún “mazo”.

Volvamos al tema, tronqui. Que se vienen cositas.

Carmena es una excepción. Es muy extraño ver a una mujer de edad avanzada en puestos de responsabilidad. Las causas son de sobra conocidas. Sociedad machista, edadismo, capitalismo… palabras que me quedan muy grandes y, sinceramente, un análisis sobre este asunto es un rollo. Vaya rollo, chaval. Sin embargo, sí que me gustaría dejar unos datos y observaciones.

  • Los hombres siempre han tenido un mínimo grado de alfabetización gracias al servicio militar.
  • Manuela Carmena no pudo abrir una cuenta corriente a su nombre sin permiso de un hombre hasta la edad de 34 años, 10 meses y 20 días, momento en el que entró en vigor la actual Constitución.
  • Los ancianos en la ficción ya no son una figura de autoridad con capacidad de transmitir su sabiduría a los demás. A menudo se nos presentan como seres tiernos por su desconexión con la realidad. Normalmente, provocada por la fricción que sufren con el mundo hiperconectado y tecnológico. O directamente por el alzheimer.

Hay excepciones. Y seguro que todos podemos subrayar alguna característica de nuestras abuelas que las alejan del arquetipo que tenemos todos en la cabeza. Por ejemplo, la mía me enseñó la tabla de multiplicar. Pero hagamos un ejercicio de imaginación. Tu mente se vuelve homogénea está dentro de una colmena de mentes homogéneas. Deja que se empape de prejuicios y fabriquemos el prototipo de abuela. ¿Qué pasaría si todos los gobernantes de este país fueran esta abuela? El alcalde de tu municipio, esta abuela. Las presidentas de las comunidades autónomas, esta abuela. El presidente de la diputación provincial, obviamente esta abuela. Pedro Sánchez, esta abuela. Carmena, esta abuela ¿Lo tenemos? Sigue mis palabras y te guiaré en este viaje. Y pido disculpas por no poder hacer más inmersiva la experiencia. Es un artículo escrito y necesito tus ojos abiertos para poder leer. Aunque podría grabártelo. Sería un audioartículo. ¿Cómo de pop sería eso? ¿Me querrías más así? ¿O te causaría rechazo? Qué canteo esto del mainstream.

De primeras, se nos ocurriría todo lo caricaturesco. Habría máquinas expendedoras de rebequitas para usarlas por si refresca. Los restaurantes estarían obligados a servir huevos fritos gratis en los casos en los que parezca que los clientes no se han saciado totalmente. Habría subvenciones para comprar sillas de playa y así fomentar estar de cháchara en la puerta de casa con la fresca.

Pero digamos que no están ahí para el chiste. Que tienen algo que aportar. Que usan todo lo que han aprendido de la vida para hacer de este mundo un lugar mejor. ¿Por qué no iban a ser la solución para subsanar la actual desafección hacia la clase política? Dicho llanamente, que es como se tienen que decir las cosas, ¿si la alcaldesa te tratara como si fueras su nieto, dejarías de decir eso de “todos los políticos son iguales”?

Primeramente, la verticalidad desaparecería. Y no solo porque la artrosis haya doblado sus columnas vertebrales, sino porque es impensable una jerarquía de abuelas. Se ayudan mutuamente dándose consejos y apoyo, aunque en el día a día no tienen mucha interacción. La tradición no ha fomentado el trabajo en equipo en las mujeres. Tu abuela no va a casa de otra abuela a ayudarle a arreglar su toldo roto. Esas son cosas de hombres. Tu abuela le dice a otra abuela cómo aprovechar mejor el hilo para hacer más punto de cruz con una sola bobina, pero no lo hacen juntas. Eso no. Se lo cuenta una a otra y luego, esa otra abuela, lo aplica en su casa. Sola. Así que tal vez nos iríamos a un mundo en el que tendríamos una red de apoyo firme, pero tendríamos que saber hacer nosotros mismos todo. ¿Es bueno? ¿Es malo? No lo sé. Soy vulnerable, humano y, en definitiva, querible. Estoy, literal, lleno de grises.

Otro aspecto a destacar, es que son conscientes de sus responsabilidades y nunca las rehuyen. No se quejan de la herencia recibida. Las abuelas hacen lo que tienen que hacer. Para la cena de Nochevieja, compran, cocinan, reciben a la familia, cambian de tema cuando se empieza a hablar de política y limpian. Esa actitud trabajadora las convertiría en buenas gobernantas. Y además poco revolucionarias, como les gusta a los poderes fácticos. Pero no nos meteremos con el sector privado, que no acabamos. Que ya bastante turra te estoy dando. Y no quiero que huyas.

No habría ideologías. Las abuelas no son ni de izquierdas, ni de derechas. Serían como un partido regional independiente. Aunque aquí, la horizontalidad de la que hemos hablado antes quizás hiciera que funcionasen de verdad. No existiría el entramado oligarca de partidos que tenemos ahora y que desde las diputaciones apisona a estas iniciativas locales para no perder la capacidad de repartirse la totalidad del pastel. Mis disculpas. No lo he podido evitar. Y no lo voy a borrar. Me ha gustado, tu cariño no lo puede comprar todo. Pero me he castigado. He ayunado una semana completa por escribir “entramado oligarca”. No lo volveré a hacer.

Como todo el mundo, tienen odios, pero son odios aprendidos, normalmente de sus maridos, los cuales a su vez también han aprendido esos odios. Y no seguiré tirando de este hilo porque empieza a desteñir demagogia. Pero esa posible inquina, no la aplican a los nietos. Para ellos son pura comprensión y de esa forma suelen conseguir un respeto mayor que el que consiguen los padres. Y es un respeto real, sin miedos. Quizás una videollamada de abuela sea más efectiva que una rodilla en un cuello. Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, aquí os dejo este tip. Leed la influencia. Dadnos amor.

Las abuelas malcrían, pero nunca por encima de sus posibilidades. Hacen una interpretación laxa de las leyes establecidas por los padres, pero no malversan. Los nietos pueden saltar en la cama. Sin embargo, no les comprarán una skin del Fornite que no se puedan permitir. Facilitan la felicidad y el bienestar, pero hacen una buena gestión de los recursos. Se rigen por el amor incondicional y esto hace que no haya cabida a ningún tipo de clientelismo. Todo el mundo tiene un precio, y el suyo es que los nietos se dejen dar un beso metralleta. ¿Algún organismo podría alcanzar esa pureza en sus intenciones?

Pero, sobre todo, habría una cosa importante. Nosotros queremos a nuestras abuelas, así que, en este universo, querríamos a nuestros políticos. No nos serían ajenos. Los ayudaríamos a levantarse cuando se cayesen. Perdonaríamos sus fallos con nuestro cariño. Porque ellos también nos amarían y sus errores serían genuinamente errores y no corrupción. Y les explicaríamos cómo intentar hacer las cosas mejor. Y las defenderíamos porque sabemos que lo están haciendo lo mejor que pueden, por nosotros. ¿A que es bonito? Después de esto, un abrazo al menos sí que me merezco. ¿No? ¿Cómo? ¿Que por pedirlo ya no? Cómo te pasas… deja de tirarme todo el beef.

Manuela Carmena… Manuela Carmena Castrillo. Si yo te quisiera… si yo te quisiera te lo perdonaría, todo. Por siempre. Jamás.

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Con la llegada del verano, la calle de Fuencarral se viste de ropajes sueltos y pantalones cortos. Hoy, cortada al tráfico por ser sábado, los alegres colores con los que las mujeres salen a recibir el buen tiempo, resaltan sobre un asfalto acostumbrado a coches y motos. El día avanza y según el sol sube perezoso por una colina de nubes, la sombra de árboles, sombrillas y edificios se estira y encoge al son de su lento paseo. Los negocios ambulantes comienzan su jornada cuando luz y sombra comparten el mismo espacio a lo largo de la calle. Entre ellos, es curioso el de un señor entrado ya en edad que se sirve únicamente de un maletín y un taburete de plástico.

Esbelto, de arrugas largas y cara afilada, con carácter, dicho señor parece sacado de otra época. Su chaqueta y pantalones largos son de marrón gastado, el sombrero que esconde una calvicie tardía, de granate marchito. Elegido el sitio en la sombra, abre su negocio con gestos que denotan una actividad tornada en ritual. Sobre el taburete y con el maletín a sus pies, estira sus mangas observando el panorama. La gente camina en grupos o parejas, conversaciones triviales vuelan a su alrededor. Una dicha, de la que no es parte, se respira en el aire. Otra tarde solo, invisible ante tanta felicidad.

El maletín es abierto y su negocio sale a luz. Montones de nombres propios tallados descansan en el interior. Pulseras de madera con nombres propios, nada más. Letras mayúsculas, una tras otra, hasta formar un nombre. A puñados los vuelca en el suelo y una vez vacío, vuelve a colocarlos dentro uno a uno. El resultado final es un maletín abierto con una losa de letras. Aun pasando de cerca la gente, los nombres son ilegibles para ellos. Las letras están demasiado juntas y tras colocar todos los nombres, uno al lado de otro sin dejar hueco alguno, parece un tablón con un relieve extraño, algo como para calcar dibujos egipcios.

Las horas pasan y nadie presta atención al señor y su maletín. Él mantiene la leve sonrisa con la que se instaló en la calle desde el principio de la tarde; terminar el día sin ganancias no parece preocuparle. Arquea las cejas a menudo, mira de un lado a otro y asiente repetidamente. Y es que juega aponer nombres. Tras una ojeada rápida a un grupo de jóvenes tiene la certeza de que Ernesto, Laura, Martín, Paula e Ignacio acaban de pasar a su lado sin advertir que estaban también en el maletín. Él sabe que el nombrar es cosa de intuición, que aunque fallase en uno, el nombrado se quedaría a gusto con su nueva identidad. Conoce todos los nombres del maletín y nombrando a la gente con ellos, de alguna forma — una suficiente para él — sociabiliza.

La cosa no termina con las personas, en el momento que ha utilizado todo el maletín para ellas: farolas (Iluminada, Lucía...), árboles (el señor Castaño, la joven Acacia), las flores de los tiestos (Violeta, Petunia), y hasta los vencejos (Apolo, Ulises, Ícaro) que surgen y desaparecen tras las cornisas corren la suerte de ser nombrados.

Pasadas las horas, Iluminada y Lucía se encienden y en lo alto comienza el paseo de Luna. Pero el vendedor, habiendo nombrado hasta las hormigas (Marcelino, Paulina, Iván, Leire...) que pasaban bajo su taburete, decide echar el cierre. Literal, cierra el maletín y se vuelve por donde vino. A paso lento regresa a su hogar tras una tarde productiva. Las ganancias: cero; lo nombrado: todo. Un día más, contento de tener aún todos los nombres con los que poder jugar.

Mañana volverá, gente nueva discurrirá por la calle.

Pero esta noche se marcha sin saber que hoy no ha pasado desapercibido. Hoy, mientras colocaba los nombres en el maletín, alguien que iba solo se ha fijado en su extraño negocio y le ha dado en qué pensar.

Machismo y coches rojos

Desde pequeño he sentido una profunda fascinación por el mundo de la automoción. Mientras los niños de mi edad jugaban a los tazos o a los gogos, yo me dedicaba a dibujar marcas de coches que me encontraba por la calle. A aprender sus nombres, a memorizar sus modelos. Esta afición me llevó rápidamente a mi primera pasión, la Fórmula 1 y, por consiguiente, me introdujo a mi primer ídolo, Michael Schumacher.

Todos los fines de semana veía los entrenamientos, las clasificaciones y las carreras. Como disfrutaba de aquellas carreras... Sin embargo, los lunes todo acababa. El fanático de Zidane podía hacer ruletas marsellesas con su pelota; pero yo, con mi gorra de Ferrari, no podía ponerme a 300 Kilómetros por hora por mucho que lo intentara. Esto me llenaba de frustración y de un profundo sentimiento de injusticia. Mi padre, que me quería con locura, se sentía culpable por no poder llevarme a los karts y hacerme partícipe de mi deporte. Éste era un hobby requería de un tiempo y un dinero que mi padre no podía permitirse.

Por suerte o por desgracia, un día nuestro Corsa de más de 20 años y con 900.000 km a su capota, dio su último rugido. Había llegado la hora de comprarse un coche nuevo y por ende, una oportunidad para mi padre de sacarme una sonrisa.

Sin decir por qué, mi padre me pidió que le acompañara a por nuestro coche. Llegamos a un concesionario de Opel y entramos. No era tan espectacular como uno de Ferrari, pero para un fanático de la automoción como yo siempre era un placer ver coches nuevos. En concreto, un Opel Corsa bañado en un brillante color rojo, atrapo mi mirada. Pegué mi cara al cristal lateral y miré todos los botones y accesorios que introducía el nuevo modelo frente al que teníamos nosotros. Lo quería.

Mi padre, tendida la trampa, se acercó lentamente a mi y, como si tal cosa, me dijo:

‒ ¿Qué te parece hijo? ¿Lo compramos? ‒ dijo mi padre posando su mano sobre mi hombro.

‒ Pero, ¿y nuestro coche? ‒ respondí sorprendido.

‒ Me temo que nuestro coche ha pasado a mejor vida. Vamos a comprar el mismo modelo porque nos ha funcionado muy bien hasta ahora. Eso sí, sospecho que en rojo nos dará un poco más de velocidad ¿no crees? ‒ dijo mientras me guiñaba un ojo.

No puede impedir que una sonrisa se dibujase en mi rostro. Ese detalle, por pequeño que fuera, me llenó de una dicha tal que sería injusto describir con palabras.

En el mostrador, el vendedor del concesionario ya tenía los papeles preparados.

‒ Buenos días Fernando, ya tengo toda la documentación preparada. Serán 12.320 € el coche y el seguro a terceros ampliado 400€. A la matrícula invita la casa. El semblante de mi padre cambió al oír la última cifra.

‒ ¿400€? No es eso lo que me dijo su compañero. Me dijo que serían 350€. ‒ indicó mi padre manteniendo como pudo la compostura.

‒ Si, 350 es con otro color, con una pintura roja son 400€. ‒ dijo éste sin inmutarse.

‒ ¿50€ más por poner otro color? ¿Qué clase de disparate es éste? ‒ dijo mientras una sinuosa vena nacía en su frente.

‒ No se haga el sorprendido Fernando ‒ dijo el vendedor ‒ Sabe perfectamente que es un suplemento por temeridad del comprador.

‒ ¿Qué temeridad ni qué niño muerto? Lo quiero rojo por Ferrari. Mi hijo es fan de la escudería. ¿Pero no ve la gorra? ‒ dijo mientras me arrancaba la gorra sin compasión y la agitaba en la cara del vendedor.

‒ Ni Ferrari ni ostias, los de su calaña pagan más y punto. Agradezca que consentimos asegurarle el coche a un psicópata como usted. Total, lo estrellará en menos de una semana…

Mi padre no cabía en sí. Su cara de un color parejo al de la gorra que sostenía en su mano. Bajó la mirada y me miró. Mi rostro asustado. Nunca le había visto así. En ese momento mi padre poco a poco recuperó la compostura. Depositó la gorra de nuevo en mi cabeza, se agachó, posó su mano en mi nuca y me calmó.

‒ Tranquilo hijo, todo está bien. ‒ Miró de nuevo al dependiente y, bajando la voz para que no le oyera ‒ Necesito Roca que cuides de tu madre y tu hermana ¿vale?.

Se incorporó, y dirigió su atención de nuevo al vendedor, mientras yo masticaba aquellas palabras que no acababa de comprender.

‒ Disculpe que haya perdido los nervios. ¿400 no?

Introdujo las manos en los bolsillos y sacó una navaja automática, la cual accionó.

‒ ¡400 puñaladas en la puta cara te voy a dar!

Mi padre se abalanzó sobre el vendedor, ignorando el mostrador. Sin embargo, éste esperaba el ataque y, como todo vendedor de coches que se precie, sabía jiu-jitsu brasileño. Forcejearon en el suelo. Mi padre tratando de apuñalar al vendedor y éste bloqueando todos sus ataques con maestría. Finalmente el vendedor consiguió doblar la muñeca de mi padre en un ángulo imposible hasta que su mano inerte soltó el cuchillo. El vendedor se hizo con el artilugio y contraatacó con la parsimonia que da la práctica. Comenzó a apuñalar a mi padre sin compasión hasta que éste dejo de moverse. Finalmente se levantó, soltó la navaja y escupió sobre el cadáver de mi padre.

‒ Código rojo en el mostrador dos. ‒ dijo por megafonía.

Yo, en shock no podía dejar de ver como el charco de sangre se hacía cada vez más grande. Un charco rojo. Rojo como la escudería Ferrari.


El lector experto se habrá dado cuenta de lo hiperbólico de mi narración. Efectivamente, no fueron euros con lo que pagó mi padre, sino Rupias. Me he permitido esta licencia para dar un toque más actual a la por demás veraz anécdota.

¿Por qué demonios cuesta más asegurar un coche rojo que uno de otro color? ¿Por qué tuvo que morir mi padre? Así es, como he podido averiguar tras leer el título, la culpable parece no ser otra sino la famosa inteligencia artificial. Cuando un muggle oye el término “Inteligencia artificial” o IA, no puede evitar imaginarse robots humanoides o programas concienciados con destruir la humanidad. Sinceramente, no les juzgo. Hace no tanto que me introduje en este mundillo movido por la promesa de crear una mente pensante a partir de 0s y 1s. Sin embargo, cuando mi maestro me dio mi primera varita, no pude evitar decepcionarme al encontrar que esa promesa de ciencia ficción no era más que estadística glorificada.

No me malinterpretéis, la inteligencia artificial también se encarga de crear robots asesinos, pero no es más que una de sus muchas vertientes. Cuando anuncian los grandes avances de la Inteligencia Artificial en las noticias, se refieren a una rama de la misma llamada aprendizaje máquina o machine learning. Pero claro, ¿Qué suena mejor Inteligencia artificial o aprendizaje máquina? Exacto, y si queremos que señores de 60 años con mucho dinero nos den un poco, ni te cuento.

Entonces ¿En qué consiste la IA actual realmente? Pues esencialmente todo se resume a una cosa, DATOS. Pongo este término en mayúsculas, no por estar gritándolo en una biblioteca mientras escribo (que también), sino por la increíble importancia que tiene en todo este asunto. El famoso Big Data. Gracias a la cantidad masiva de datos de la que disponemos actualmente y de una considerablemente capacidad de cómputo, somos capaces de conseguir que estos algoritmos “aprendan”. Aquí está sin lugar a dudas el kit de la cuestión. La IA aprende de los datos que le proporcionamos.

Comencemos ahora a desgranar el mecanismo que afiló el arma que llevó a mi padre a recibir muerte. Analicemos paso a paso cómo la IA lleva a determinar que los coches rojos son más caros de asegurar.

Cada algoritmo tiene sus particularidades, pero en líneas generales toda técnica de aprendizaje máquina tiene un mecanismo similar. Unos datos de entrada, otros de salida y un algoritmo capaz de aprender una relación entre éstos. En este caso particular, quiero un algoritmo que dadas las características de un conductor, me realice una predicción sobre el número de incidencias que va a tener.

Datos de entrada: 24 años, varón, 2 años de carnet, tiene todos los puntos, conduce un coche de 2006, color azul. Datos de salida, ha tenido con la aseguradora 2 incidencias. Los datos de nuestro amigo Julián más los datos de todos los demás asegurados nos da suficiente información para entrenar un algoritmo de IA. Tras entrenarlo y evaluarlo nos encontramos con que, con todas las demás características iguales, una persona con un coche rojo tiene de media más incidencias que si lo elige de otro color. Lo mismo ocurre con los años de carnet, la edad del conductor, y todos los datos que nos pide Rastreator al buscar la mejor póliza. ¿Quiere decir esto que los conductores de coches rojos son más temerarios que los demás? La mayoría de las veces, puede, pero no tenemos ninguna prueba real que demuestre esta afirmación. Lo que es indiscutible es que tiene más incidencias de media, como también las tienen los conductores noveles o los coches del año de la Tana. Por todo esto las aseguradoras encarecen el precio de la póliza, ya que estadísticamente, a la larga, maximiza el beneficio. La relación entre años de carnet y número de incidencias es intuitiva, el color del coche y el número de incidencias, no tanto.

Aquí reside la auténtica magia de la IA, encontrar relaciones desconocidas e incluso anti-intuitivas que son respaldadas por datos. Esto nos ha permitido detectar cánceres de mama con mayor eficiencia o incluso desarrollar nuevos medicamentos.

Todo esto suena genial pero ¿dónde está el truco? Bueno, no basta con tener datos de Julián y 4 de sus panas. Necesitamos información de cientos, de miles, de cientos de miles de clientes para que el modelo entrenado sea eficaz. Una de las mayores iniciativas del sector en la actualidad es precisamente conseguir estos datos “etiquetados”, que nos relacionen datos de entrada con datos de salida.

No os parece curioso que cuando creamos una cuenta en cualquier página y pulsamos el botón de “No soy un robot”, nos piden que seleccionemos los semáforos, aviones, o lo que sea, que vemos en una imagen. Es más, no basta con hacerlo una vez, sino que nos ponen esta tarea dos e incluso tres veces. Así es amigo, la primera vez demuestras que eres humano, las demás estás etiquetando imágenes para Google y que este sea capaz de mejorar sus modelos de IA.

¿Pero Rocambole, qué tiene que ver todo esto con la parafernalia que has contado al principio?¿y machismo dónde entra? Paciencia joven lector, que yo a ti no te he interrumpido en ningún momento.

La pequeña reflexión inicial no es más que un ejemplo de la imperfección de la IA. Querer un coche rojo no indica intrínsecamente que seas temerario, mi padre quería un coche rojo porque su hijo era fan de la escudería Ferrari. Que fuese armado fue una desafortunada coincidencia.

Tener un seguro algo más caro sin ser un conductor temerario es un mal menor, dadas las virtudes que ofrece el modelo. Sin embargo, hay ámbitos donde estos fallos son inadmisibles.

Imaginemos ahora que elaboramos un algoritmo que, dadas las características de un trabajador, realice una predicción sobre si acabaremos contratándolo o no. De esta forma, conseguiríamos un primer filtrado de candidaturas, ahorrándonos entrevistar a innumerables candidatos que acabarían igualmente rechazados. Supongamos que disponemos de un histórico de currículums que recibió la empresa a lo largo de los años y si fueron o no contratados. Entrenamos nuestro algoritmo y nos encontramos con la siguiente revelación. A mismas características, ser hombre te hace más propenso a la contratación que ser mujer. Dios mío, acabamos de demostrar la supremacía del hombre. Es más, ser caucásico también da más puntos que ser negro o latino. Ser hombre blanco vuelve a ser el caballo ganador.

¿Qué ha ocurrido? ¿Es el hombre blanco mejor trabajador? Obviamente no. Sin darnos cuenta hemos creado un algoritmo machista y racista. ¿Cómo? Pues como podrás imaginarte, una vez más la respuesta está en los DATOS. Un algoritmo de IA es capaz de aprender de los datos que le suministramos. Punto. El problema no está en el algoritmo, está en los datos y por consiguiente, en las personas que generaron esos datos. El algoritmo no es en esencia machista, pero si lo eran las personas que realizaron las entrevistas cuyos datos hemos utilizado para entrenar nuestro algoritmo. Aquí es cuando la “Inteligencia” en IA cae por su propio peso. Estos algoritmos no “piensan”, sino que aprenden de ejemplos anteriores. En cierta medida nosotros, las personas, somos igualmente deudores de nuestro pasado. Sin embargo, un ser humano es capaz de evolucionar, crear pensamiento complejo y generar nuevas conclusiones. La inteligencia artificial nos ayuda a replicar el pasado, pero no a crear el futuro.

Afortunadamente, todo esto tiene solución. En nuestro ejemplo anterior (basado en un escándalo acontecido hace no mucho tiempo por Amazon (“Amazon scandal”)), bastaría con eliminar la información relativa a raza o sexualidad. Si no proporcionamos esta información al algoritmo, éste jamás sabrá si evalúa a hombres y mujeres. Es importante mantenerse alerta para evitar este tipo de comportamientos, los cuales aparecen ocultos en muchas aplicaciones distintas. Muy sonados han sido los casos donde algoritmos de reconocimiento facial son incapaces de distinguir a personas negras o asiáticas (“Black and Asian faces misidentified more often by facial recognition software”).

En definitiva, a día de hoy la Inteligencia Artificial es una magnífica herramienta, pero una herramienta al fin y al cabo. Lejos estamos de alcanzar “inteligencia” artificial, por el momento deleitémonos con la inteligencia humana, presente cada vez en menos ocasiones. Poco a poco este campo va evolucionando. Cada vez disponemos de algoritmos de IA más complejos, con más variables y más datos. Quien sabe, tal vez algún día lleguen incluso a ser capaces de distinguir a un conductor temerario, de un fanático de Michael Schumacher.